Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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20/01/2012

«La súplica de que no llamen a mi teléfono, la cual va dirigida, en primer lugar, a la propia empresa con la cual celebré mi contrato de telefonía, cuyas promotoras irrumpen sin ningún freno y con una punta de descarada familiaridad en la voz para ofrecerme la última novedad y a los precios más convenientes. Siguen luego los bancos, cuyas ejecutivas se toman la libertad de comunicarme que tengo aprobado un crédito que jamás he pedido y a una tasa cuyo monto, escandalosamente superior a la que nos ofrecen cuando les llevamos dinero…»

La orden no es para mis amigos, cuyas llamadas espero y agradezco. Lo mismo vale para la familia, aunque sin dar a esa palabra un alcance demasiado amplio, lo cual advierto porque de pronto la familia pareciera no tener límites, que es lo que ocurre cuando utilizamos el término de esa manera bobalicona que considera «familia» a todo: al lugar en que se trabaja, a la universidad en que se está, al gremio o partido en el que no se sabe bien por qué razón todavía se permanece, al club de fútbol que se comparte con miles de hinchas, e incluso al país en que se nace o al completo continente en los que se convive con millones de desconocidos habitantes. También resulta absurdo proclamar a cada instante que estamos haciendo algo en familia, como si eso dignificara automáticamente cualquier actividad, incluidas algunas no muy recomendables. Y ni qué decir del acostumbrado abuso publicitario de la palabra e imagen de la familia, como si las bondades de ésta pudieran transmitirse en unos cuantos segundos de televisión o de centímetros de papel impreso a la infinidad de objetos prescindibles que a cada momento se nos incita a consumir -qué digo, a comprar-, puesto que el máximo placer parece estar en adquirir antes que en usar. Vivimos en una sociedad en la que se compra más que se consume, víctimas de lo que Moulian llama «el deseo de la adquisición vertiginosa». Pero volvamos a la súplica de que no llamen a mi teléfono, la cual va dirigida, en primer lugar, a la propia empresa con la cual celebré mi contrato de telefonía, cuyas promotoras irrumpen sin ningún freno y con una punta de descarada familiaridad en la voz para ofrecerme la última novedad y a los precios más convenientes. Siguen luego los bancos, cuyas ejecutivas se toman la libertad de comunicarme que tengo aprobado un crédito que jamás he pedido y a una tasa cuyo monto, escandalosamente superior a la que nos ofrecen cuando les llevamos dinero, sólo hará incrementar las desmesuradas utilidades de un sector de la economía que necesita algunas dosis de austeridad y continencia. Y sin que lo que sigue deba relacionarse maliciosamente con lo anterior, están también las intervenciones de los timadores telefónicos, que hacen estragos a costa del candor o la codicia de quienes reciben sus llamadas, y las de encuestadores interesados en el estado de ánimo que podamos tener al momento de levantar el teléfono sobre las cosas que menos nos interesan: el gobierno y la oposición, la Alianza y la Concertación. Menos mal que la cosa para allí, porque lo que son las isapres ni siquiera se toman la molestia de llamar: envían simplemente una carta para notificarte que tu plan ha sido reajustado, mientras las AFP anuncian en un mismo día las pérdidas de sus millones de afiliados y las ganancias de sus decenas de propietarios. Y lo que deberíamos preguntarnos es hasta qué punto se han mercantilizado los servicios que tienen que ver con derechos fundamentales de las personas, como es el caso de la salud, la educación y la previsión.

Pero hay también llamadas que celebro: la de mi mujer para invitarme a un café o a alcanzar a tiempo la mesa del restaurante de Concón más próxima al oleaje de la caleta y al eufórico graznido de las gaviotas, la del amigo que quiere ponerme al tanto del libro que acaba de disfrutar, la de un cinéfilo que recomienda una película con entusiasmo, la de un hincha de Santiago Wanderers que informa fuera de sí que por fin ganamos un partido fuera de casa, la de la secretaria que dice que la universidad fue devuelta por los alumnos que la tenían tomada, la de una bendita voz que avisa que una reunión que se vislumbraba tediosa ha sido suspendida, la de un colega que confirma tener en casa el texto de estudio que necesito con urgencia, la de un parroquiano del bar que ya no frecuento para decirme que se me echa de menos, y la de mi amigo ex jinete que se explaya sobre las mejores opciones en el clásico de la tarde. Ese tipo de llamadas, no otras, son las que quiero continuar recibiendo.