Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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16/03/2012

«Simples lectores, como es mi caso y el suyo, pueden actuar también como dateros de libros que les han parecido buenos y que podrían gustar a otros. A un par de amigos suelo pedirles datos de libros, especialmente novelas, y también de películas, porque tenemos, si no un mismo estándar, al menos una similar apreciación del cine y la literatura, aunque algunas películas puedan dividirnos, como ocurrió con ese chasco que fue ‘El artista’ y con el pelmazo que interpreta allí al personaje principal…»

Quienes saben algo de hípica conocen la figura del datero, ese personaje singular que circula entre los apostadores para indicarles el más probable ganador de la carrera próxima a disputarse. Habla siempre a media voz, sigilosamente, y toda su retribución consiste en regresar luego de que el finasangre recomendado ganara la prueba, para decirte con palabras, o con un marcado alzamiento de cejas, «¿Vio?». A veces espera una recompensa en metálico o que lo invites a un trago para efectuar el orgulloso análisis de lo que fue la carrera y el tino de acertar el ganador. Los críticos literarios son dateros profesionales en materia de libros, aunque no suelen expresarse a media voz ni contentarse con la invitación a unas cuantas copas. Uno simplemente agradece su trabajo, lo cual no significa compartir siempre sus apreciaciones, porque te orienta acerca de libros que vale la pena leer y de otros que es preferible evitar. Los críticos literarios tienen algo de soplones, en el buen sentido de la palabra, y si no poseen nuestros mismos gustos, comparten y aguijonean la irreprimible pasión por la lectura. Simples lectores, como es mi caso y el suyo, pueden actuar también como dateros de libros que les han parecido buenos y que podrían gustar a otros. A un par de amigos suelo pedirles datos de libros, especialmente novelas, y también de películas, porque tenemos, si no un mismo estándar, al menos una similar apreciación del cine y la literatura, aunque algunas películas puedan dividirnos, como ocurrió con ese chasco que fue «El artista» y con el pelmazo que interpreta allí al personaje principal. «Hammerstein o el tesón», de H. M. Enzensberger, es la mejor novela que leí durante las recientes vacaciones. Diáfana, aguda, veraz e inteligente en su llana mezcla y lograda edición de diferentes géneros y registros, narra la oposición a Hitler de un valeroso general alemán y de su singular familia, y permite entender mejor las condiciones que hicieron posible el ascenso del déspota al poder. «La cola de la serpiente» sigue las peripecias habaneras del detective Mario Conde, creado por Leonardo Padura, el mismo de la espléndida «El hombre que amaba a los perros». No se trata de la mejor de las obras policiales del excelente escritor cubano, pero se la lee como se lee siempre la buena prosa: con deleite y gratitud. Y si alguien quisiera conocer de Padura lo más próximo en calidad a «El hombre que amaba a los perros», recomiendo «La historia de mi vida», una entretenida novela que permite entender no poco de la historia de Cuba durante los siglos XIX y XX. Otra policial recién llegada a librerías es «Más allá del espejo», del talentoso John Connolly, aunque yo prefiero las primeras y más sustanciosas obras del autor dublinés. Dura como el acero, los amantes del género negro disfrutarán igualmente «El asesino de la carretera», del cautivador e inquietante James Ellroy. Deleite del verano fue también «Una providencia especial», de Richard Yates, el novelista norteamericano redescubierto medio siglo después, al que debemos otras dos excelentes novelas: «Vía revolucionaria» y «Las hermanas Grimes».

El mejor ensayo de mi febrero fue «Nada que temer», de Julian Barnes, que trata de la finitud, de la muerte y de la idea de un Dios en que el autor no cree, pero al que, según dice, «echa de menos». Lúcido, elegante, franco e irónico, se trata de un libro que postula a la literatura -no a la religión ni a la filosofía- como la que mejor nos dice cómo es el mundo. Por último, confieso que en dos oportunidades llegué hasta la página 35 de «Libertad», la elogiada novela de Jonathan Franzen, y que no hallé suficiente estímulo para continuar, aunque voy a retomarla durante el otoño, la más benigna de las estaciones, en la cual me apronto a acometer también «Evolución», de Richard Dawkins, un ensayo que explica tanto la teoría como el hecho que conocemos con ese nombre y que el autor califica como «el mayor espectáculo sobre la tierra».