Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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22/06/2012

«Cuando llegó mi turno, me explayé sobre la siguiente pregunta: ‘¿Es posible sin Dios dar sentido a la vida, comportarnos moralmente y alcanzar de algún modo la felicidad?’. Estoy seguro de que ustedes adivinarán que di una respuesta afirmativa a las interrogantes que incluye ese título. Puede resultar obvio para muchos que sin creer en Dios son posibles las tres cosas antes aludidas, aunque no lo es para todos. Hay un discurso reiterativo acerca de que un ateo no puede dar sentido a su existencia, ni justificar el imperativo de realizar acciones moralmente correctas, ni alcanzar tampoco un estado de felicidad…»

Vengo de participar en un encuentro sobre vida saludable y felicidad. Disfruté estar allí, no obstante mis reservas frente a los llamados oficiales a llevar una vida sana y el empleo abusivo que se hace hoy de la palabra «felicidad», intentando medirla a nivel individual, de países y de continentes, como parte de la compulsión por tasarlo todo, incluido aquello que no sabemos qué significa realmente. Tocante a la vida sana, creo haber contado el horror que experimenté hace algunos años en la Feria del Libro de Madrid. Después de recorrer cerca de 500 puntos de venta, me instalé en un bar al aire libre y pedí un gin tonic y una ración de calamares fritos. No me sabe nada mal la ginebra española, especialmente la de Larios. Y allí estaba yo, dándole a mi bebida y a los sabrosos calamares, cuando escuché una voz que decía: «Déme una cerveza sin alcohol, un café descafeinado y un agua mineral sin gas». Me giré lentamente para observar lo que imaginé sería un enfermo terminal, pero lo que vi fue un robusto joven de 35 años que lucía un aspecto físico inmejorable.

Por lo mismo -dirán ustedes-, puesto que así lucen los que no prueban el alcohol, evitan la cafeína y se precaven del reflujo gástrico que producen las bebidas gaseosas, aunque no pude evitar pensar que lo que ocurría con el joven que tenía a mi lado era que prefería la salud a la vida. Pero volvamos a mi encuentro para reiterar que lo pasé bien compartiendo mesa con un teólogo que habló de la felicidad desde una perspectiva cristiana y con un médico que explicó las bondades de la meditación. Y cuando llegó mi turno, me explayé sobre la siguiente pregunta: «¿Es posible sin Dios dar sentido a la vida, comportarnos moralmente y alcanzar de algún modo la felicidad?». Estoy seguro de que ustedes adivinarán que di una respuesta afirmativa a las interrogantes que incluye ese título. Puede resultar obvio para muchos que sin creer en Dios son posibles las tres cosas antes aludidas, aunque no lo es para todos. Hay un discurso reiterativo acerca de que un ateo no puede dar sentido a su existencia, ni justificar el imperativo de realizar acciones moralmente correctas, ni alcanzar tampoco un estado de felicidad, y contra ese planteamiento dirigí mis dardos, aunque no voy a explicar aquí -por razones de espacio y también de pudor- por qué considero que mi vida tiene sentido, cuál es la razón para que procure hacer el bien y evitar el mal, y por qué, aunque en ocasiones no luzca contento, soy realmente feliz. ¿Y de qué va entonces esta columna? Pues de uno de los aspectos de la aludida ponencia, a saber, las distintas maneras en que desvalorizamos palabras importantes, la primera de las cuales consiste en perder las palabras, algo grave, sin duda, porque perder palabras es extraviar las cosas que ellas designan, de modo que cuando perdemos palabras no es sólo nuestro lenguaje el que se empobrece, sino también la realidad que nos circunda.

Desvalorizamos palabras, asimismo, cuando las empleamos en el sentido contrario al que ellas tienen -como cuando un tirano dice de su gobierno que se trata de una democracia-, y si las adjetivamos de una manera que las hace perder significado, vaciándolas de todo contenido, como cuando un militar con uniforme regular dice que lo suyo es una «democracia protegida» o uno que viste de verde oliva se declara líder de una «democracia popular». Del mismo modo, las palabras se perjudican si las empleamos para aludir a algo bueno pero menos relevante de lo que ellas designan, que es lo que ocurre cuando usamos «felicidad» para «bienestar», «simpatía» para «cordialidad», o «erotismo» para «sexo». Por último, deshonramos palabras importantes cuando las utilizamos para fines de marketing, como ocurre hoy con el manoseo de «familia» o «felicidad» para promover cecinas o marcas de champú. ¿Cuándo dejaremos de deshonrar palabras importantes y de dañar lo que ellas designan?