Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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6/07/2012

«Lo peor de la última obra de Vargas Llosa es la defensa que hace de las religiones como sustento mayoritario para la moral de las personas, afirmando que sin ellas, sobre todo en sectores poco educados de la sociedad, nos precipitaríamos en la oscuridad y la barbarie, y llegando a sostener una idea tan disparatada y contraria a toda evidencia como que la religión es ‘el cimiento y complemento irreemplazable de la cultura democrática’. No es que nuestro autor niegue la posibilidad de una moral y una espiritualidad laicas -dado que él mismo las tiene-, pero, en un inesperado arranque de elitismo ético, las considera como una posibilidad restringida a grupos muy pequeños…»

Si se emplea la palabra «amistad» en sentido amplio -no en aquel en que la podemos reconocer y celebrar en relación con un número muy reducido del a su vez estrecho círculo de personas que nos rodean-, uno puede decir que hace amigos leyendo. De partida, traba amistad con los autores que gusta -por ejemplo, Joseph Conrad-, pero también con los personajes de sus obras -por ejemplo, Lord Jim-, o, por mencionar otro caso, uno, sin haberlo conocido personalmente, puede hacerse amigo de Roberto Bolaño por el solo expediente de leerlo y, a la vez, reconocer un amigo en ese lastimado personaje que el escritor chileno nos presentó en uno de sus relatos como el «Ojo Silva». Además de Conrad y de Bolaño, son muchos los amigos que creo haber hecho leyéndolos -Proust, Virginia Woolf, Herman Melville, Henry James, F. Scott Fitzgerald, Graham Greene-, y, años después, Sebald, Philip Roth, Richard Russo y Leonardo Padura. Leyendo se hace también amistad con los críticos que nos abren los ojos acerca de un autor que vale la pena, y, del mismo modo, con lectores que nos llaman o nos escriben para comunicarnos, fuera de sí de entusiasmo, que han dado con una novela que no deberíamos dejar pasar.

Como tantos en nuestro continente y el mundo, hice amistad con Mario Vargas Llosa hace ya muchos años, una amistad para la cual habría bastado «Conversación en La Catedral», y que se vio luego afianzada por otras obras inmejorables del escritor peruano, así como por sus inteligentes y endiabladamente bien escritas crónicas que publica con regular periodicidad. Además, siempre he celebrado su postura de demócrata liberal, que en el caso chileno tuvo la valentía de exponerse a las iras de la derecha cuando vino a apoyar el «No» en el plebiscito de 1988 y más tarde a las de la izquierda al momento de manifestar simpatía por la candidatura de Sebastián Piñera. Todo lo cual declaro para que no se vea animadversión, y ni siquiera prejuicio, en el desencanto que me produjo su último libro, «La civilización del espectáculo».

Sin perjuicio de que comparta muchas de las apreciaciones que merece a Vargas Llosa la actual civilización del espectáculo, sobre todo cada vez que sintonizo la televisión abierta, lo cierto es que no puedo compartir el juicio negativo demasiado extremo que deja caer sobre la cultura de nuestros días, quizás porque recuerdo a este propósito una de las más lúcidas observaciones de nuestro filósofo Jorge Millas. Se preguntaba él hace medio siglo si ha habido alguna época de la historia en que la gente no se haya sentido desdichada, y respondió lo siguiente: «En verdad, todas las épocas se han considerado sin ventura, náufragas y perdidas… La nuestra no podía escapar a ese apocalíptico destino». Pero lo peor de la última obra de Vargas Llosa es la defensa que hace de las religiones como sustento mayoritario para la moral de las personas, afirmando que sin ellas, sobre todo en sectores poco educados de la sociedad, nos precipitaríamos en la oscuridad y la barbarie, y llegando a sostener una idea tan disparatada y contraria a toda evidencia como que la religión es «el cimiento y complemento irreemplazable de la cultura democrática».

No es que nuestro autor niegue la posibilidad de una moral y una espiritualidad laicas -dado que él mismo las tiene-, pero, en un inesperado arranque de elitismo ético, las considera como una posibilidad restringida a grupos muy pequeños, mientras las grandes mayorías sólo podrían hallar en la religión la fuente primera y superior de sus principios morales y vida interior, un punto de vista paternalista que me hace recordar la falaz afirmación de que la democracia es una forma de gobierno que sólo los países ricos pueden permitirse. La última entrega de Vargas Llosa no parece el ensayo de un pensador crítico, sino el desahogo de un hombre mayor asustado.