Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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14/09/2012

«Llevamos más de dos años de gobierno y la única reforma política aprobada es la inscripción automática y el voto voluntario, un fruto demasiado pobre si se consideran las promesas de mejoramiento de nuestra democracia que todos los candidatos de la contienda de 2009 hicieron mientras se trataba de ganar votos y que ahora uno de ellos esconde bajo la alfombra con variados pretextos. A todo lo cual se suma el hecho de que, con patente cinismo, los mismos que se oponen a modificar el binominal seguirán gimoteando ante las cámaras de televisión por el desprestigio de la política y la escasa aprobación y representatividad que tiene hoy el Congreso…»

En la antesala de las fiestas patrias parece que habría que escribir sobre fondas y ramadas -unos lugares en los que siempre he pasado frío, comido mal y bebido aún peor-, aunque lo voy a hacer acerca de un asunto institucional, puesto que lo acontecido a partir del 18 de septiembre de 1810 tuvo que ver antes con la formación de la república que con pies de cueca, empanadas, cumbias y anticuchos que nuestra predecible televisión abierta mostrará en abundancia durante los próximos días, junto a estadísticas de accidentes de tránsito y a terminales de buses y peajes atestados de público. Una república que conforme al asustadizo carácter nacional se formó lentamente, como acontecería luego con el conjunto de nuestras instituciones, cuyo cambio, cuando las circunstancias lo han requerido, se produjo siempre mucho más tarde de lo debido, a raíz de temores e intereses de una elite que hizo un hábito de avanzar con pies de plomo.

Vean ustedes como las principales reformas a la Constitución de 1980 tuvieron lugar recién en 2005, una tardanza que algunos pretenden excusar con vagas y oportunistas referencias a la estabilidad, a los necesarios equilibrios, a la gobernabilidad, y cosas así, algo que no debería extrañarnos, sin embargo, puesto que son los mismos que concurrieron en masa a votar favorablemente la mencionada Constitución y a buscar más tarde asientos en las cámaras de diputados y de senadores que les permitieran que aquella fuera reformada lo más tarde y en la menor medida posible. Son los mismos, además, que ponen ahora el grito en el cielo cuando se pide una asamblea constituyente, y lo que uno se pregunta -al margen de si está o no de acuerdo con que el mejor camino sea un organismo de ese tipo- es de qué se sorprenden cuando han eludido por décadas reformas políticas urgentes -la del binominal, por ejemplo, y la de una nueva configuración de distritos y circunscripciones electorales-, postergándolas una y otra vez allí donde se deberían haber discutido y aprobado: el Congreso Nacional.

Cuando no haces a tiempo lo que debes en las instituciones vigentes, lo más probable es que nuevas circunstancias, que esa misma omisión se encarga de generar, te obliguen a hacerlo al margen de las instituciones, aunque en tal caso la responsabilidad no es de los que piden salirse del margen, sino de aquellos que por largo tiempo han permanecido indiferentes y ociosos dentro de los márgenes. Llevamos más de dos años de gobierno y la única reforma política aprobada es la inscripción automática y el voto voluntario, un fruto demasiado pobre si se consideran las promesas de mejoramiento de nuestra democracia que todos los candidatos de la contienda de 2009 hicieron mientras se trataba de ganar votos y que ahora uno de ellos esconde bajo la alfombra con variados pretextos.

A todo lo cual se suma el hecho de que, con patente cinismo, los mismos que se oponen a modificar el binominal seguirán gimoteando ante las cámaras de televisión por el desprestigio de la política y la escasa aprobación y representatividad que tiene hoy el Congreso, reclamando una nueva forma de hacer política, como si ésta dependiera no de ellos, sino de los telespectadores. No lo expreso desde el optimismo -que no lo tengo-, sino a partir de un desasosiego ciudadano que se extiende y agudiza ante la interesada pasividad del Gobierno y de los partidos que lo apoyan, pero ojalá que las próximas fiestas patrias dieran lugar para algo más que esparcimiento, para algo más, también, que desfiles y ceremonias eclesiásticas y militares, y que nos preguntáramos hasta dónde y hasta cuándo es posible continuar estirando la cuerda, o acaso jugando con fuego, en cuanto al despacho de las reformas políticas que el país requiere para nutrir la debilitada y crecientemente desprestigiada representatividad de nuestros parlamentarios.