«Derecho a la búsqueda de felicidad y no a la felicidad misma, porque nadie puede asegurárnosla. De allí el error de los candidatos que se promueven con eslóganes como ‘Por tu derecho a ser feliz’, o la insensatez de gobiernos que dicen trabajar para la felicidad de la gente, o la demagogia de países que crean ministerios de la felicidad, porque me temo que muchas personas nada felices podrían marchar con pancartas ‘¡No soy feliz!’ frente a la sede de tales candidatos, gobiernos o ministerios y exigir una explicación. Postulantes a alcaldes anuncian ahora ciudades felices, en circunstancias de que bastaría con que prometieran probidad, eficiencia y dedicación al cargo. No satisfecho con la felicidad, un candidato en la reciente elección mexicana anunció una ‘república del amor’…»
Hay que inmunizarse contra las modas y manías de turno, salvo que se quiera incurrir en ellas para ponerse en onda, o para impresionar a nuestros semejantes, o para cultivar nichos que modas y manías abren a profesionales en busca de oportunidades de negocios. De turno está la moda de la felicidad, aunque no en cuanto a su búsqueda, puesto que en ese sentido no tiene nada de moda, constituyendo, por el contrario, el norte de toda humana existencia. Hay algo que podemos llamar felicidad, y por improbable que resulte conseguirla y por múltiples, subjetivos y diversos que sean los caminos para alcanzarla, según la rica variedad de los temperamentos y preferencias de los individuos, todos buscamos la felicidad y afirmamos tener derecho a hacerlo, cada cual a su manera, con el único límite de no causar daño a los demás. Derecho a la búsqueda de felicidad y no a la felicidad misma, porque nadie puede asegurárnosla. De allí el error de los candidatos que se promueven con eslóganes como «Por tu derecho a ser feliz», o la insensatez de gobiernos que dicen trabajar para la felicidad de la gente, o la demagogia de países que crean ministerios de la felicidad, porque me temo que muchas personas nada felices podrían marchar con pancartas «¡No soy feliz!» frente a la sede de tales candidatos, gobiernos o ministerios y exigir una explicación.
Postulantes a alcaldes anuncian ahora ciudades felices, en circunstancias de que bastaría con que prometieran probidad, eficiencia y dedicación al cargo. No satisfecho con la felicidad, un candidato en la reciente elección mexicana anunció una «república del amor», y es probable que su derrota se haya debido a la sensatez de electores que saben que hasta las promesas de los políticos deben tener un límite. Los gobiernos trabajan por el desarrollo de los pueblos y el bienestar de los ciudadanos, y con eso tienen ya bastante como para dejarles caer sobre los hombros la felicidad de los individuos. Desarrollo y bienestar en cuyos conceptos podemos coincidir, y que pueden ser medidos utilizando variables consensuadas.
En cambio, mucho más difícil es coincidir en el concepto de felicidad, y también más complicado, si no del todo imposible, es ponernos de acuerdo en cuáles tendrían que ser los indicadores para medirla más allá de las espontáneas declaraciones que las personas hacen cuando les preguntan si son o no felices. Pero ya ven ustedes cómo legiones de economistas, sociólogos, psicólogos y publicistas -toda una industria de la felicidad- manejan hoy ésta como pan de cada día y mandan encuestadores a interrogar a la gente acerca de si es feliz con la misma soltura de cuerpo que si le preguntaran qué desayunó por la mañana. Al considerarla tarea de los gobiernos la confunden con el bienestar, y a menudo con la mera satisfacción, sin mostrar ningún respeto por la palabra «felicidad», lo mismo que con «amor» hizo el mentado político mexicano al que palabras como «cooperación» o «solidaridad» debieron parecerle poca cosa. Por eso es que celebro que el último Informe de Desarrollo Humano opte por medir «bienestar subjetivo» antes que «felicidad». Y una inquietud más: en toda encuesta hay que contar con una proporción de respuestas improvisadas sin mayor reflexión o por completo insinceras, pero las que preguntan por la felicidad tienen una complicación adicional: a muchos resulta difícil admitir que no son felices, porque sienten que una declaración como esa los menoscaba. Hay una comprensible inhibición para reconocer públicamente la propia infelicidad, la misma que puede explicar, ya en otro terreno, que muchos ateos eviten declararse tales y opten por decirse agnósticos.
Volviendo a «felicidad» y «amor», convendría tener presente el epígrafe que utiliza Juan Villoro en «Los culpables»: quien calla una palabra es su dueño; quien la pronuncia es su esclavo.