Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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7/12/2012

«En el espíritu de hablar sobre el aborto, ¿Cómo no va a resultar posible discutir públicamente, sin intermitencias, en el Congreso Nacional, desde luego, mas no sólo en éste, si acaso no habría que despenalizar el aborto (despenalizar, no promover) cuando corre grave e inminente peligro la vida de la madre, o cuando el feto es inviable hasta el punto de que se tiene la certeza de que, una vez nacido, no podrá sobrevivir más que unas cuantas horas, o cuando el embarazo ha sido resultado de una violación? Propiciar la despenalización del aborto en situaciones como esas no hace a nadie partidario del aborto ni menos un promotor de éste. Se trata solamente de renunciar a castigar con sanciones de carácter jurídico a una mujer…»

Cuando una mujer aborta, esto es, interrumpe voluntariamente un embarazo, sufre un dolor que únicamente ella conoce y respecto del cual tiene la certeza de que la acompañará durante el resto de su vida. Ni siquiera un partidario del aborto enteramente libre -sin expresión de causa y en cualquier momento de la gestación- afirmaría que abortar es una decisión baladí, sin secuelas, como sería la de remover un lunar que perjudica la estética de uno de los brazos. Hasta la pérdida de un ser humano en proceso de gestación, sin intervención de la voluntad de la madre, así ocurra pocas semanas después de la fecundación, constituye un hecho doloroso que toda mujer siente y deplora. Por lo mismo, cuando hablamos de aborto lo hacemos acerca de algo serio que, según mi parecer, no puede resolverse tan fácilmente como decir «¡Adelante con él!» o, por el contrario, «¡Esa criatura debe nacer!».

Lo malo es que en Chile nos resistimos a hablar del aborto, a debatir pública y sinceramente sobre él, y cuando lo hacemos es de esa manera superficial e inconstante con que solemos tratar los temas que nos incomodan y dividen, cortando cualquier inicio de discusión con declaraciones dogmáticas y maquinales del tipo «¡La mujer tiene derecho sobre su cuerpo!» o «¡La vida humana es sagrada desde el momento de la concepción!». Pero en nuestro país, aunque no hablemos de ello, se producen decenas de miles de abortos cada año, en una cantidad que podría ser no mucho menor que el número de nacimientos que el país registra en similar período. La mayoría de los abortos tienen por motivo un embarazo no deseado, de manera que la primera política pública a reforzar en este sentido tiene que ver con métodos anticonceptivos al alcance de todas las mujeres que opten por utilizarlos y no únicamente de aquellas que puedan pagarlos.

Pero ya ven ustedes cómo hasta ahora hay sectores que se oponen al reparto y uso del inocente condón, y ni qué decir a la distribución pública y gratuita de la llamada píldora del día después, que bien podría ser de la semana después. Ante el riesgo de un embarazo no deseado, o la certeza de uno recién iniciado, ninguna mujer debería ser privada del derecho a evitarlo o, en su caso, a impedir su prolongación. Otra política que parece adecuada es fortalecer la existencia de hogares de acogida destinados a recién nacidos de mujeres que arrastran un embarazo no deseado, y que, producto de la desesperación del momento, pudieran ver en el aborto la única salida. En el espíritu de hablar sobre el aborto, ¿cómo no va a resultar posible discutir públicamente, sin intermitencias, en el Congreso Nacional, desde luego, mas no sólo en éste, si acaso no habría que despenalizar el aborto (despenalizar, no promover) cuando corre grave e inminente peligro la vida de la madre, o cuando el feto es inviable hasta el punto de que se tiene la certeza de que, una vez nacido, no podrá sobrevivir más que unas cuantas horas, o cuando el embarazo ha sido resultado de una violación?

Propiciar la despenalización del aborto en situaciones como esas no hace a nadie partidario del aborto ni menos un promotor de éste. Se trata solamente de renunciar a castigar con sanciones de carácter jurídico a una mujer, que muchas veces será poco más que una adolescente, infligiéndole un dolor adicional e injustificado al de tipo psíquico y moral que ya ha padecido. Nadie pide para mañana una ley que despenalice el aborto en determinadas circunstancias; lo que algunos pedimos, pero para hoy, es un debate serio, perseverante y apoyado no sólo en dogmas religiosos y creencias morales, sino también en evidencias empíricas.

Un debate abierto, además, y no replegado a los arcanos espacios de la dirección espiritual, a los impenetrables comités de ética de clínicas y hospitales, o a los cenáculos de esclarecidos filósofos, y en el que el mayor protagonismo lo tengan las propias mujeres.