Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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21/06/2013

«Si algo están leyendo hoy nuestros alumnos de secundaria, ¿Qué es lo que están leyendo que pueda entusiasmarlos y ayudar a que formen el hábito de la lectura?…»

No se trata de una gran película ni tampoco de la mejor versión cinematográfica de la novela homónima de F. Scott Fitzgerald, pero «El gran Gatsby», de Baz Luhrmann, ha tenido el buen efecto de llamar la atención sobre la mejor de las obras del escritor norteamericano. Cualquiera que entre hoy a una de nuestras librerías encontrará cuatro recientes ediciones en castellano de «El gran Gatsby», la última de las cuales, de Tajamar, tiene el valor adicional de la espléndida traducción de Óscar Luis Molina, editor y escritor chileno de fuste.

Desde la primera vez que leí la novela de Fitzgerald, en la rústica y apreciada edición que Nascimento publicó en Santiago el año 1971, con inigualable prólogo de Luis Domínguez, no paro de recomendarla a los estudiantes que tengo en la universidad. Hace un par de semanas, un joven amigo que cursa hoy tercero medio se retiró antes de que se corriera la última carrera -una falta grave para quienes apostamos a los caballos y compartimos mesa en cualquiera de los hipódromos del país-, diciendo que al día siguiente tenía control de lectura de «El lazarillo de Tormes». Lo dejamos ir, por supuesto, aunque con menor aprobación que si nos hubiera dicho que el control era sobre «El gran Gatsby», o «Moby Dick», o «El amor en tiempos del cólera», o «Desgracia»; o sea, literatura para formar adultos y no para perpetuar la adolescencia Harry Potter. Si algo están leyendo hoy nuestros alumnos de secundaria, ¿qué es lo que están leyendo que pueda entusiasmarlos y ayudar a que formen el hábito de la lectura? Tendré que esperar a que ese muchacho llegue a la universidad para hablarle de la novela de Fitzgerald y de cómo a su autor le fue negada sepultura en un cementerio católico de Rockville por haber muerto en casa de su amante.

¿Quién es Jay Gatsby? ¿Un teniente del Séptimo de Infantería del ejército norteamericano durante la Primera Guerra Mundial? ¿Un espía alemán? ¿Un egresado de Oxford? ¿Un contrabandista de alcohol? ¿Un homicida? ¿El propietario de una cadena de farmacias? ¿Un nuevo rico propenso a la ostentación? ¿La encarnación del sueño americano? ¿Un adulto joven que paga caro su convicción de que el pasado puede repetirse? ¿O alguien que marcha prematuramente a la muerte en medio de un fresco atardecer?

Jay Gatsby tiene un don extraordinario para la esperanza, sin advertir «el polvo engañoso que flota en la estela de sus sueños». En las concurridas y ampulosas fiestas que organiza en su mansión del Valle de los Fresnos, en Long Island, a 30 kilómetros de N. York, se sirven cócteles olvidados cuya fragancia compite con la del jardín en el ocaso de los días de verano. En la misma Quinta Avenida (estamos en 1922), todo era tan cálido, suave y sensual, tan pastoral, que el personaje que narra la historia de Gatsby puede decir que «en esa tarde veraniega de domingo no me habría sorprendido ver aparecer un gran rebaño de ovejas blancas por la esquina». Cuando los personajes principales de la historia arriendan una suite en el Hotel Plaza para beber licor de menta con hielo, ráfagas de una brisa cálida penetran en la habitación, trayendo el pesado aroma de los árboles de Central Park.

Las fiestas de Gatsby, abiertas a quien quiera llegar, tienen un secreto propósito: que Daisy Buchanan llegue a alguna de ellas y pueda así volver al presente la fallida historia de amor que había tenido con la niña dorada de su tiempo de estudiante. Pero Daisy está casada y la tragedia se desencadena de manera inesperada. Gatsby lucha como un barco que avanza contra la corriente, atraído sin cesar hacia el pasado, según la ya legendaria imagen final de la novela. Su especulación romántica sucumbe al fin en el vertedero de la interminable variedad de la vida.