Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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19/07/2013

En el mundo académico suele ocurrir casi naturalmente que los mayores vayan retirándose justo en la medida en que los más jóvenes avanzan. En el campo político las cosas parecen funcionar de otra manera…

En el mundo académico suele ocurrir casi naturalmente que los mayores vayan retirándose justo en la medida en que los más jóvenes avanzan. Salvo el caso de docentes que víctimas de su inseguridad y otros complejos taponan el ascenso de los jóvenes para mantenerse en sus puestos sin sentirse amenazados, lo usual en la academia es que los viejos profesores sepan no solo retirarse a tiempo -así sea de a poco, gradualmente, para no sufrir de golpe el síndrome de la jubilación-, sino que colaboren activamente con los jóvenes para que estos hagan su propio camino, progresen y ocupen cada vez mejores posiciones. Nada debería resultar más satisfactorio para un profesor universitario al final de su carrera que facilitar las cosas a los jóvenes que recién la empiezan.

En el campo político las cosas parecen funcionar de otra manera, puesto que se aprecia aquí una aguda reticencia de los mayores a ceder posiciones a favor de los más jóvenes y ni qué decir para apoyar a estos en sus promociones y ascensos. Parapetados en su mayor experiencia -que a veces es puro y simple paso del tiempo sumado a unas cuantas derrotas electorales-, políticos que tienen ya todo a sus espaldas, es decir, en el pasado, se obstinan en continuar figurando para mantenerse vigentes al precio de que los más jóvenes tarden demasiado en ponerse ellos vigentes.

En el marco de tales apreciaciones, y aun a riesgo de aparentar virtud, pocas cosas me resultan más estimulantes, combinando ahora el mundo académico con el político, que ver cómo en Chile, de un tiempo a esta parte, se ha instalado lo que a falta de un mejor nombre denominaré «la generación entre los 40 y los 50». Me refiero a jóvenes profesionales de distintas áreas del saber, por lo común con estudios de doctorado en buenas universidades extranjeras, que destacan como docentes e investigadores y que empiezan a hacerlo también en el estudio, definición y aplicación de políticas públicas. Esos jóvenes están hoy en programas de conversación de radios y espacios televisivos, en diarios y revistas con columnas de opinión, en comandos de los presidenciables, pero están, sobre todo, en las portadas de algunos libros publicados en los últimos años. Puede ser incluso una «generación «30-50», porque no es por abajo, sino por arriba, por donde ella se define mejor. También «50» es solo una referencia, aunque yo sería bastante más estricto a la hora de mover mucho esa edad hacia arriba.

Los jóvenes sub-50, con cuyos planteamientos no es necesario coincidir siempre ni menos ciegamente (serían los primeros en recelar de nosotros si lo hiciéramos), están empujando fuerte, y lo que fastidia es advertir entre algunos de mis coetáneos expresiones de crítica o desconfianza ante ellos. «Que no han leído esto», «que no han leído esto otro», «que no interpretan bien los textos clásicos de sus disciplinas», «que son inteligentes pero no siempre sensatos», son solo algunas de las expresiones de descrédito que se dejan caer sobre quienes están pasando a ocupar lugares destacados en la vida intelectual y política del país, y los que van saliendo de ella, sin abandonar del todo la pista de baile, no pueden pretender que esos jóvenes se limiten a imitar viejos pasos de baile.

Hay varias estimables evidencias de esos jóvenes a los cuales me he referido aquí, pero destacaré una de las mejores y más recientes: el libro «El otro modelo. Del orden neoliberal al régimen de lo público», de Fernando Atria, Guillermo Larraín, José Miguel Benavente, Javier Couso y Alfredo Joignant.

Presentado ayer, el libro no ofrece un proyecto político ni un programa para las elecciones de noviembre próximo. Se trata de una lúcida reflexión colectiva acerca de que otro mundo es posible, o al menos que otro país lo es, aunque a partir del que ya tenemos, puesto que no es el completo país el que está mal, sino sus instituciones.