Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
Top
2/08/2013

«Quien ha encontrado la felicidad ‘ha encontrado todo’. Y aunque se trate de un pájaro en la rama siempre listo para levantar el vuelo, la felicidad podría consistir en tan poco como admitir que ‘no encontramos nada mejor para hacer que vivir’…»

Esta vez voy a cambiar de objetivo. Dejaré en paz a los economistas y me concentraré en los filósofos. Y lo haré de la mano del sabroso y elegante «Discurso sobre la felicidad» que vio la luz en 1751, año de la muerte de su autor, el médico y también filósofo Julien Offray de la Mettrie, un librepensador que tuvo ideas científicas extravagantes y planteamientos a la vez cómicos y escépticos acerca de sus colegas en la tarea de filosofar, salvo de Montaigne, a quien describió como «escritor amable sin coquetería» y «filósofo sin artificio y casi sin saber», el mismo que para pensar y escribir «no necesitó más espectáculo que el de su alma y el de sus libros».

Si puedo elegir a los filósofos como blanco es porque no soy uno de ellos. Como prefiero decir la verdad, lo que soy es filósofo del derecho, o sea, alguien que hace filosofía en una mínima y poco glamorosa región -el derecho- y no en el opulento reino universal del ser. Y si me apuran, mi auténtica credencial académica es la de profesor de filosofía del derecho.

De la Mettrie consideró que los filósofos son personas que hacen creer a los demás que ellos conocen lo que no se conocerá nunca. Primer punto para el pensador francés.

Tratándose ahora de la felicidad, comenzó su discurso con esta frase: «Los filósofos están de acuerdo sobre la felicidad tanto como sobre todo el resto». O sea, en nada (parecido a los economistas). Otro punto para el autor, puesto que tanto hombres sabios como comunes, además de hacerlo sobre los caminos que conducirían a ella, discrepan en la idea misma de felicidad.

Quien ha encontrado la felicidad «ha encontrado todo». Y aunque se trate de un pájaro en la rama siempre listo para levantar el vuelo, la felicidad podría consistir en tan poco como admitir que «no encontramos nada mejor para hacer que vivir». Tercer punto para De la Mettrie, puesto que si no hay nada mejor que vivir, vivir tendría que bastarnos para ser felices.

El filósofo declaró también que le fastidiaba tener que sufrir y que «estaría loco si dijese que el dolor y la miseria no son males». Otro buen punto, sobre todo de cara a quienes dan la bienvenida al dolor y proclaman el absurdo de que él nos hace crecer y ser mejores. Lo más que podemos hacer ante el dolor, amén de tomar analgésicos o narcotizarnos, es procurar que no perturbe demasiado la dulce penumbra en que hemos conseguido vivir.

Tal vez porque tengo un carácter culposo, celebro también las liberadoras ideas de De la Mettrie acerca del remordimiento, esa «reminiscencia penosa» que nos toma por asalto y hace las veces de implacable verdugo. En muchas ocasiones el remordimiento no es resultado de malas acciones, sino de simples prejuicios que hemos heredado sin mayor examen crítico. «Para sentirse culpable no hace falta ser culpable», dice Victoria Abril en Tacones lejanos. «Lo más esencial -escribió nuestro autor- es salvar al hombre del remordimiento, porque no beneficia a los buenos y tampoco corrige a los malos». El camino hacia la felicidad consistiría en estrangular el remordimiento, liberándonos para ello de su causa más común: los prejuicios en que fuimos amamantados. Extinguir prejuicios es remover el abono que permite crecer al remordimiento.

Serenidad, gozo, tolerancia, dulzura, voluptuosidad, paciencia, humanidad, serían las virtudes que deberíamos cultivar para, cuando llegue el día, dejar este mundo sin un rictus de amargura, y no porque filosofar sea aprender a morir -vaya disparate-, sino aprender a vivir. Si nada glorioso tiene saber morir, al menos es útil saber vivir. Pero el aprendizaje de la vida es largo y recién venimos a licenciarnos cuando asoma ya el invierno de la vejez. Y De la Mettrie diría entonces que no esperemos hasta ese postrer momento para disfrutar la vida. Diferir mucho tiempo el placer, esa virtuosa voluptuosidad que él postula, es como ponerse a comer cuando están levantando la mesa.