Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
Top
22/11/2013

«…’¿Cómo vamos a volver al voto obligatorio si recién aprobamos el voluntario?’, se escucha decir ahora, que es lo mismo que si alguien reconociera que acaba de meter la pata, pero que es demasiado pronto para sacarla…»

La noche del pasado domingo el Presidente de la República mencionó como un logro la aprobación de la inscripción automática y el voto voluntario y, a la vez, se dolió de la baja participación en unos comicios múltiples y respecto de los cuales se podían anticipar buenas y plurales razones para concurrir a votar. Pero junto con decir lo anterior, el Presidente no sacó la conclusión obvia: se incurrió en un error al aprobar el voto voluntario. En un error o, mejor, en un simple cálculo o concesión: cálculo por parte de una derecha que con toda razón pudo creer que a la larga el voto voluntario la favorecería, y concesión del lado de fuerzas políticas de centro e izquierda que no se atrevieron a ir contra la corriente de una opinión pública, especialmente entre los jóvenes, que hace ya rato no quiere oír hablar de deberes, sino únicamente de derechos. Cuando se aprobó la fórmula perfecta de la pereza ciudadana (no se moleste en inscribirse y tampoco en ir a votar), vi a políticos de derecha frotarse las manos (“Los más proclives a ir a votar serán los de nuestro sector”) y oí a parlamentarios de centro y de izquierda que eran partidarios del voto obligatorio y que no se atrevieron a decirlo públicamente y menos a votar en contra del voluntario (“No puedo exponerme al rechazo de los jóvenes porque iré a la reelección en noviembre de 2013”).

El resultado del voto voluntario lo tenemos a la vista. Se decía que él forzaría a mejorar las propuestas de partidos y candidatos, pero solo trajo consigo más gigantografías y una auténtica metástasis de palomitas. Peor aun, se afirmó que el voto voluntario obligaría a “reencantar” al electorado, ocultando una vieja e indesmentible verdad: por su misma naturaleza (lucha por el poder), la política es una actividad que ni en sus mejores tiempos ha estado jamás encantada.

El peor argumento contra el voto obligatorio es el de carácter jurídico: el sufragio es un derecho, no un deber, aunque se olvida que nada impide que un derecho pueda ser también una obligación, como en el caso, por ejemplo, de la instrucción primaria. Con la asistencia a clases pasa lo mismo: es un derecho de los estudiantes y también un deber (al menos en la educación básica y media, porque en la superior ya no queda prácticamente ningún deber, salvo el de los profesores de aprobar a los alumnos).

El argumento de la libertad tampoco es convincente. No hay libertades sin restricciones, y la obligatoriedad del voto bien puede ser una de estas. Por lo demás, el voto obligatorio no obliga a elegir, sino a concurrir a un lugar de votación y hacer allí lo que mejor parezca: marcar una preferencia, marcar dos o más y de ese modo anular el voto, o entregar este en blanco. Esas tres opciones son legítimas, puesto que expresan un parecer político que es obvio en la primera de ellas y también en las otras dos, pues votos en blanco y nulos pueden ser interpretados como que ninguna de las alternativas parece aceptable al votante. En cambio, ¿cómo interpretar la abstención? Esta puede expresar desde indiferencia y flojera hasta malestar con la democracia, con la política, con el estado actual de nuestra política, con el sistema, con el sistema electoral, con la creencia en un triunfo asegurado o en una derrota inevitable, y así. Tiene la abstención muchas y distintas interpretaciones y no podemos saber con seguridad en cuánto colaboran a ella cada una de sus posibles causas.

¿Se puede demandar una democracia más participativa, representativa y deliberativa que la que tenemos? Se puede, y todos lo hacen, al menos de los labios hacia afuera. Sin embargo, el voto voluntario es disfuncional a esas tres características.

“¿Cómo vamos a volver al voto obligatorio si recién aprobamos el voluntario?”, se escucha decir ahora, que es lo mismo que si alguien reconociera que acaba de meter la pata, pero que es demasiado pronto para sacarla.