Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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6/12/2013

«¿Cuánto podemos creerles a las encuestas sobre la felicidad y sobre las instituciones?…»

Recientes encuestas nos dicen que si el 80% de los chilenos se declara feliz con su vida, ese mismo porcentaje afirma estar muy descontento con las instituciones. ¿Cómo puede ser la paradoja de que tantos individuos se declaren muy satisfechos con sus vidas personales y a la vez tan disconformes con la sociedad en que viven y con las relaciones que son producto de la vida en común?

Lo que quiero discutir no es esa paradoja, sino la efectividad de sus dos componentes: chilenos tan felices y chilenos a la par tan molestos. Un resultado de las encuestas que me permito poner en duda por la muy probable falta de sinceridad de los encuestados. Mi punto es que se puede poner fuertemente en duda la veracidad de que somos capaces cuando nos preguntan sobre cuestiones importantes y a la vez imprecisas como “felicidad” o “instituciones”.

Cuando nos preguntan si somos felices, todos tendemos a dar una respuesta afirmativa, puesto que sentimos que lo contrario constituiría una suerte de estigma. ¿Quién está dispuesto a admitir frente a un encuestador que es infeliz con la misma facilidad con que revela una preferencia electoral? Toda encuesta, sobre el asunto que sea, debe contar con un margen de insinceridad de los consultados, pero ese margen aumenta considerablemente si lo que se nos pregunta es si somos o no felices. Todavía más: las encuestas sobre felicidad suelen incluir solo tres alternativas —“muy feliz”, “suficientemente feliz” y “poco feliz”—, sin considerar las de “nada feliz” ni menos la de “infeliz”. Parece que los encuestadores de la felicidad supieran que nadie admitirá ser infeliz. En consecuencia, los resultados de sus encuestas están siempre inflados por lo que respecta a quienes se declaran “muy felices” o “aceptablemente felices”.

Hay menos personas felices que lo que las encuestas nos dicen, del mismo modo en que hay muchas menos personas creyentes que las que se declaran tales en las encuestas que preguntan si creemos o no en Dios. Culturalmente, o acaso solo psicológicamente, hay cierta resistencia a reconocerse y declararse ateos —una palabra que para la mayoría suena tan fea como “infelices”—, y es por eso que muchos de los que lo son optan por no hacerse problemas y declararse agnósticos. El agnosticismo (no puede decirse si Dios existe o no porque se trata de un asunto que supera nuestra capacidad de comprensión) es una actitud tan posible como legítima, pero muchas veces se usa solo como tapadera, como máscara social de un ateísmo que no nos atrevemos a confesar ante los demás.
No afirmo que en tales casos la insinceridad de las respuestas sea siempre deliberada y ni siquiera consciente. Solo digo que es mucho mayor que si lo que se nos pregunta es qué solemos tomar cada mañana al desayuno.

Pongo igualmente en duda que los chilenos estén tan sinceramente molestos con las instituciones. Preguntados por nuestra apreciación de éstas, les cargamos la mano, tanto como la aligeramos cuando se nos inquiere acerca de nuestra felicidad. Como esta última depende fundamentalmente de cada cual, nos declaramos felices para no mostrar el fracaso propio; y como el estado de las instituciones no depende de cada individuo consultado, resulta más fácil echarles a ellas la culpa de todos los males, tanto sociales como personales. Aquí parece funcionar la lógica de que la culpa de que caigamos al suelo es siempre del empedrado y no de nuestra torpeza para mover los pies.

Entonces, ni tan felices ni tampoco tan molestos.

A menudo, los encuestadores de la felicidad comprueban también que quienes se declaran felices —así, en general, espontáneamente—, preguntados luego sobre cómo se sienten respecto de cada una de las variables que hacen comúnmente la felicidad de los individuos (situación familiar, amistades, satisfacción de necesidades materiales, etc.), dan casi puras respuestas negativas.

¿Cuánto podemos creerles a las encuestas sobre la felicidad y sobre las instituciones?