Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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31/01/2014

«Habría que preguntarse si la codicia desenfrenada no es, en medida importante, lo que estuvo detrás de la crisis financiera que azotó a los Estados Unidos…»

Si pusiéramos un termómetro en la pantalla mientras se proyecta «El lobo de Wall Street», el instrumento marcaría 40 grados y, por momentos, hasta 42. Así de afiebrada es la última película de Martin Scorsese, basada en el libro de Jordan Belfort acerca de sus años como delincuente bursátil en los Estados Unidos. Luego de esa experiencia y de los breves 22 meses que pasó recluido -«hay que hacerse cargo de los efectos de nuestros actos», le había advertido una vez su padre, también parte del fraude-, Belfort siguió en el mercado, aunque dando ahora charlas a gente de clase media, la misma que él estafó durante años.

Los colegas de profesión de Belfort dirán que el caso constituye una excepción y que la película de Scorsese es exagerada, delirante incluso. Concedido: la gran mayoría de los corredores de bolsa no se comporta como lo hizo Belfort, y «El lobo de Wall Street» es, en efecto, una película afiebrada, que se pone mucho más allá del límite de lo que cabe esperar en materia de excesos, zafiedad, falta de escrúpulos y crueldad con los semejantes. Aunque habría que preguntarse si la codicia desenfrenada -esa que por adorar el dinero llega hasta perder todo sentido de su valor- no es, en medida importante, lo que estuvo detrás de la crisis financiera que azotó a los Estados Unidos en años de la década pasada. ¿Cuántos fueron los directivos y ejecutivos bancarios que cobraron bonos por millones de dólares que se habían generado en el engaño a otros tantos millones de ahorrantes y usuarios de servicios financieros? ¿Acaso ejecutivos chilenos de grandes empresas no cobraron también los suyos luego de subir unilateralmente las tasas de interés que debían pagar los clientes?

«El dinero no solo permite comprar bebida, droga y mujeres. También nos hace ser mejores personas, puesto que podemos donar parte de él con fines de caridad». Leonardo Di Caprio, a cargo de la magnífica interpretación de Jordan Belfort, dice algo como eso a sus socios y empleados, mientras estos, presas de la euforia que produce embolsarse varios millones de dólares en unas pocas horas de operaciones fraudulentas, beben abundante champaña, se meten cocaína por las narices, lanzan enanos de cabeza contra un blanco de madera, y copulan sobre los escritorios con un bien escogido equipo de rutilantes prostitutas.

Exageración, sí, pero deliberada, y que, a escala indudablemente mayor, da cuenta de lo que puede pasar cuando hombres y mujeres se ponen detrás del dinero como norte principal de la existencia y de la medida de su visibilidad y consideración dentro de la sociedad.

Sin embargo, nada tiene de moralista la cinta de Scorsese. Los espectadores pueden incluso empatizar con los pueriles y desenfrenados personajes del filme, aunque lo que queda finalmente flotando en el aire no sea más que ese dorado, tenue y fugaz polvo de hadas a que pueden reducirse no pocas de las globalizadas operaciones financieras de un mundo que cree que la economía está en los papeles, incluidos los billetes, en vez de en las cosas que somos capaces de producir.

Sorprende la suerte que ha corrido Belfort luego de sus fechorías: condenado apenas a 36 meses de presidio, tiene hoy suculentos contratos con empresas importantes de su país para dictar charlas motivacionales a los empleados. Cobra 30 mil dólares por cada una de ellas, publica libros y hasta se desempeña como consultor en asuntos de ética empresarial. Nunca ha dicho estar arrepentido y jamás ha pedido perdón a quienes delató para conseguir una pena menor de la que merecía.

La historia de Jordan Belfort me recuerda al compañero de colegio que recibí una vez siendo rector en Valparaíso. Con varios períodos de su vida en la cárcel, tanto chilenas como extranjeras, me consultó, con absoluta seriedad, si acaso la universidad disponía de un cupo especial para alguien que, como él, tenía una experiencia jurídica práctica que bien podía ser transmitida a quienes serían sus jóvenes compañeros en la Escuela de Derecho.