Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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14/02/2014

«Ninguno de nosotros echa de menos su trabajo durante las vacaciones, pero volvemos a él como si lo hubiéramos estado esperando…»

Una vez corrido el Derby, el primer domingo de cada febrero, siento que el verano ha llegado a su fin.

Suelo reponerme de esa punzada enfilando hacia un lugar cercano a Los Vilos, donde cuatro personas nos encontramos en esta época del año, en una misma casa, para charlar, comer, reír, leer, dormir, ver películas y pasear por los alrededores sin horario fijo, dejándonos llevar por el gusto del momento o por la apaciguadora flacidez de las horas del verano. Me imagino que en eso debe consistir descansar. El jardín del Bodegón Cultural de Los Vilos, con sus higueras, lavandas e insectos embriagados de sol, ejerce sobre mí un efecto sedante, lo mismo que aguardar a que en la panadería cercana salgan las dobladas o contemplar cómo el océano bate incesantemente su propia espuma. En el invernadero de ese jardín tomamos esta vez unas copas de vino con el pintor Christian Olivares, cuyos toros y olivos alojan en la sala de exposiciones.

El litoral central anuncia el otoño mucho antes de que este llegue. Un mes por lo menos. Promediando febrero pueden ya advertirse las primeras señales de la inminencia de la estación que en inglés se llama «caída», aunque yo encuentro esas señales mucho antes, a partir incluso de enero, en un rincón del Valparaíso Sporting Club donde hay unos castaños cuyas hojas toman color cobre, e incluso empiezan a caer, desde comienzos del primer mes del año.

A ese lugar del hipódromo lo adopté hace tiempo como «mi jardín», y es raro lo que ocurre en él. Así como sus castaños pierden las hojas anticipadamente, anticipadamente también las echan en cada mes de agosto, adelantándose a lo que hacen los árboles de su misma especie que hay en otras partes de la ciudad y del hipódromo. Nunca he podido explicarme el fenómeno y tampoco he pedido una explicación. Especiales condiciones de humedad, presumo, pero la verdad es que prefiero ser testigo de tan feliz suceso y no investigador de sus causas. Feliz, claro está, cada mes de agosto, cuando al pasar por allí puedo saltar de alegría al ver aparecer los primeros brotes de mis castaños, aunque no ahora, en febrero, cuando sus hojas han empezado a morir y a palidecer y debilitarse la completa suntuosidad de su follaje.

Imagino que marchitarse prematuramente tiene que ver con reverdecer también antes de tiempo. Una cosa por otra. No hay en ello nada sorprendente. Pero sigue siendo una incógnita que esos castaños tengan un ciclo propio, exclusivo, y que se anticipen tanto a la primavera como al otoño, desmarcándose del curso habitual de las estaciones.

Al dejar Viña cada febrero dejo de asistir a las carreras en el Valparaíso Sporting Club. Tampoco me acerco al Teletrak que hay en Los Vilos. Está bien. Dejo de ir, pero no las olvido. De pronto es bueno abandonar, sin olvidarlas, las cosas que nos gustan, y algo parecido ocurre con las personas. El retorno a ellas después puede resultar más excitante, incluido cuando a lo que se vuelve es el trabajo. Dejamos este a fines de enero con el ánimo por las nubes, como si nos liberáramos de lo peor, pero lo retomamos en marzo con la satisfacción de volver a encontrar el rostro de un viejo camarada. Ninguno de nosotros echa de menos su trabajo durante las vacaciones, pero volvemos a él como si lo hubiéramos estado esperando.

A algunos nos quedan todavía un par de semanas de vacaciones, es decir, de ocupaciones vacantes, libres, que podemos llenar prestando la atención que no acostumbramos al limpio paso del tiempo, a los formidables detalles de la naturaleza o a la distinta manera en que el sol hace brillar los objetos de nuestra habitación.

F. Scott Fitzgerald decía que el verano se parece al amor y el invierno al dinero. Yo no llegaría tan lejos en el elogio del verano y destacaría solo su virtud de suspenderlo todo. Suspendernos incluso a nosotros mismos. El verano es una tregua, un alto al fuego que nos permite abandonar la trinchera y entregarnos al descanso y la ensoñación, tendidos bajo la fresca copa de un árbol, a ser posible un castaño.