Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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28/02/2014

«Una suave y tranquila embriaguez despierta lo mejor de cada persona…»

Nunca he podido cumplir la prescripción que hacen todos mis médicos. Todos, porque hasta cierta edad no tenemos médico, luego tenemos uno y, andando el tiempo, varios, uno por cada órgano que empieza a dar señales de alarma. Gastroenterólogo, oculista, cardiólogo, urólogo, y hasta psiquiatra, este último un par de veces al año, para ir a contarle de nuestra miseria ordinaria común y salir con la receta de algún ansiolítico o de un estabilizador del ánimo de bajos miligramos, que es todo lo que se necesita para controlar la tendencia al disgusto y la melancolía.

Cada vez que ingreso a la consulta del psiquiatra, digo lo mismo: «Ya sabes que conmigo no tendrás mucho trabajo». Pero igual conversamos durante una hora, si bien al filo de la sesión en lo que terminamos siempre es hablando de nuestras diferencias sobre el cine chileno. No consigo convencerlo de que hay algunas buenas películas nacionales y, menos aún, de que el mejor cine del mundo -el norteamericano- no puede ser juzgado por aquel que aparece hoy en la cartelera de salas de proyección que terminan por idiotizar a las audiencias que llegan a ellas ya bastante embrutecidas. Es raro lo que suele pasar en materia de visitas al médico, porque, habituados a controlar el estómago, el colon, el hígado, el corazón, los pulmones, nos resistimos a hacer visitas regulares a especialistas que, como psiquiatras y neurólogos, saben del principal y más determinante de nuestros órganos: el cerebro. Es completamente irracional que hasta los pedicuros tengan pacientes más habituales que los psiquiatras.

Hay un consenso médico apabullante, cualquiera sea la especialidad del galeno, en que todo lo más que podemos beber, al menos a partir de cierta edad, es una copa de vino al almuerzo y otra a la comida. Lo que replico, sin embargo, es «Ninguna o más de una», porque es más fácil abstenerse de beber que continuar haciéndolo. Lo mismo ocurre con el sexo. Puedes no tenerlo, pero una vez empezado no es posible detenerse. La primera copa -esa que los médicos quisieran que fuera la única- es apenas el equivalente a una erección, de manera que, si no queremos frustrarnos, hay que pasar rápidamente a la segunda.

No hay necesidad de llegar a la tercera, ni menos todavía a la cuarta, pero no nos pidan que paremos en la primera. Eso es pura crueldad y total desconocimiento de la naturaleza humana, que es lo mismo que decir ignorancia acerca de lo que pasa en nuestro cerebro cada vez que terminamos una primera copa. Esta hace solo el trabajo preparatorio -algo así como el precalentamiento de los futbolistas al borde del campo- y nada puede ser peor que nos reduzcan a él y nos dejen en la banca sin jugar el partido.

Las ligas antialcohólicas podrían creer que hago la apología del consumo de alcohol. Nada de eso. Digo, simplemente, que de todo lo que hace bien -cualquier cosa- es preciso probar siempre más de una dosis. La verdad es que casi todos bebemos en exceso (los jóvenes de ayer no tomábamos menos que los actuales, sino que tomábamos peor, o sea, más malo, porque los alcoholes de producción nacional, salvo el vino, eran veneno comparados con el whisky, vodka, gin y ron que pueden comprar las presentes generaciones), aunque deberíamos evitar caer en la indecorosa intoxicación de la borrachera.

Lo que es preciso alcanzar -que es lo que permite una segunda y, sobre todo, una tercera copa de vino- es un estado de suave embriaguez, cuyo punto no es el mismo para todos y que va modificándose en el curso de la vida. Una suave y tranquila embriaguez despierta lo mejor de cada persona y permite escuchar con mayor nitidez nuestras voces interiores. Una embriaguez de este tipo posee un poder absolutorio para quien la alcanza, y lo ejerce también respecto de los que podamos tener enfrente al momento de caer en ella. Si todos nos debemos algo así como un contrato de indulgencia mutua, su efectivo cumplimiento se ve favorecido a partir de esa segunda copa que los médicos querrían prohibirnos.