Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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14/03/2014

«Así como para ser democrático un gobierno debe observar determinadas reglas al momento de hacerse con el poder, también debe respetar aquellas que la democracia establece para su ejercicio, incremento y conservación…»

El mejor homenaje que puede tributarse a un pensador importante es leer su obra y, cuando sea el caso, releerla. Es lo que puede hacerse con «La democracia», de Robert Dahl, el politólogo norteamericano que murió en febrero pasado. Dahl destacó tanto por su capacidad analítica como por su espíritu crítico, combinando el respeto por los hechos, es decir, por las evidencias empíricas de la política, con una adhesión a normas y principios, esto es, a las directrices que deberíamos utilizar para mejorar las cosas y enderezar el curso de los acontecimientos.

Todos sabemos que la democracia es una forma de gobierno, una de las varias respuestas posibles a la pregunta acerca de quién debe gobernar. En toda sociedad, además de las determinaciones que cada cual puede tomar en forma individual, hay decisiones colectivas que conciernen al conjunto del grupo, de manera que la aludida pregunta resulta ineludible. Y en cuanto a la respuesta que la democracia da a la cuestión de quién debe gobernar, también la conocemos: cualquiera que obtenga para sí la mayoría. Una respuesta osada, aunque democracia es solo gobierno de la mayoría, no tiranía de esta. La democracia da el poder a la mayoría, pero, a la vez, limita ese poder y resguarda los derechos de las minorías, en especial el de llegar a transformarse en mayoría.

Sin embargo, no está de más señalar que toda mayoría tiene derecho a llevar adelante su programa de gobierno y que el papel de las minorías no debe ser bloquear ese derecho. En una democracia la minoría dialoga y puede llegar a acuerdos con la mayoría, pero no le corresponde constituirse en veto para las legítimas decisiones de esta; por ejemplo, exigiendo quórums supramayoritarios para aprobar leyes, como pasa en Chile con las de carácter orgánico constitucional.

Tampoco está de más insistir en que si la democracia establece reglas sobre cómo hacerse con el poder, las fija también para el ejercicio, incremento y conservación de este. De allí que para examinar los títulos democráticos de un gobierno sea preciso fijarse no solo en cómo accedió al poder, sino en la manera en que lo ejerce, incrementa y procura conservarlo. Todo el que tiene poder político quiere naturalmente ejercerlo, pero intenta también incrementar y conservar su poder. Nada de reprobable hay en ello. Pero así como para ser democrático un gobierno debe observar determinadas reglas al momento de hacerse con el poder, del mismo modo debe respetar aquellas que la democracia establece para su ejercicio, incremento y conservación. Algo que habría que recordarle, por ejemplo, al actual gobierno venezolano.

Dahl colaboró a la teoría democrática del siglo XX. Cooperó tanto a entender la democracia como a promoverla y mejorarla. Describió la democracia y, al mismo tiempo, dio razones para preferirla, una de las cuales consiste en que ella favorece la poliarquía, es decir, la multiplicación y diversificación de los centros de poder. El poder -político, económico, de los medios, etc.- tiene capacidad de dañar a los individuos, de donde se sigue que poderes concentrados en cualquiera de esos ámbitos aumentan el riesgo de daño. En consecuencia, sería interesante preguntarse cuánta distribución del poder existe hoy en Chile, cuán poliárquica es la sociedad chilena y cuál es el déficit en cuanto a fragmentación de las distintas clases de poder.

El realismo de Dahl lo llevó a desconfiar del endiosamiento del mercado y el papel salvífico de la competencia. Sin regulación y supervisión estatal -sostuvo- los actores económicos harán lo de siempre: tener en cuenta solo sus beneficios propios y no el bien de los demás. En Chile tenemos varios y graves ejemplos de ello, y para incentivar que se tome en cuenta el bien general, nada mejor que acabar con la cándida o interesada prédica de la autorregulación que tanto en materia de negocios y de educación (y también en el propio negocio de la educación) ha cobrado ya muchísimas víctimas.