Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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11/04/2014

«Lo que resulta difícil de tolerar, en cambio, es que individuos que no valoran la democracia ni están dispuestos a someterse a sus reglas, en especial a la de la mayoría, se presenten como demócratas…»

La democracia es una forma de gobierno que a la pregunta acerca de quién debe gobernar da la siguiente respuesta: cualquiera que obtenga para sí la mayoría. Esa es la regla de oro de la democracia, y es también la causa de que algunos la miren con desconfianza y hasta con franca animadversión. Dicha regla, que se aplica tanto a la hora de elegir representantes como al momento en que estos votan decisiones vinculantes para la población, no puede ser del gusto de aquellos que se sienten naturalmente destinados a la tarea de mandar, o que propician no el gobierno de los más, sino de los mejores (ellos mismos, desde luego), o que no toleran la incertidumbre de que sea una mayoría numérica la que resuelva asuntos fundamentales para la vida en común. Pero Bobbio tenía razón: es mejor contar cabezas que cortarlas.

Uno puede entender que existan detractores de la democracia, a condición de que se presenten como tales. Lo que resulta difícil de tolerar, en cambio, es que individuos que no valoran la democracia ni están dispuestos a someterse a sus reglas, en especial a la de la mayoría, se presenten como demócratas, aunque valiéndose de algún adjetivo que limita o vacía de contenido al sustantivo «democracia». Los hay tanto a la derecha como a la izquierda, y son los que van por ahí defendiendo democracias «reales» (Hitler), «orgánicas» (Franco) «protegidas» (Pinochet), «populares» (los hermanos Castro). Es tal el prestigio alcanzado por la democracia que ni sus enemigos se resisten al encanto de la palabra.

En medio de nuestro actual debate constitucional hay quienes se inclinan por una nueva Constitución y otros lo hacen por continuar con la progresiva reforma de la actual. Nadie, al parecer, propone dejar las cosas como están, y todos, o casi, admiten que ha llegado el momento de nuevos e importantes cambios constitucionales.

Cualquiera sea la vía que finalmente se escoja, los partidarios de una y otra, en particular los que prefieren el camino de la reforma, tendrían que rendir una prueba que acredite su real intención de aceptar cambios, y esa prueba no puede ser otra que consentir, desde ya, la rebaja del quórum de dos tercios para modificar los principales capítulos de la Constitución, incluido aquel que trata de su reforma. Si no conceden eso, se harán sospechosos de estar más interesados en defender el texto constitucional vigente que en abrirse a un cambio que ponga nuestra Constitución en armonía con el país que tenemos en el siglo XXI.

Una nueva Constitución o la continuación de la reforma de la actual exigen que el sector político afín a la Constitución de 1980 ceda no en los contenidos de una nueva carta fundamental o de su reforma, sino en algo previo que pone a prueba la sinceridad de sus declaraciones a favor de la democracia y su regla de oro. A nadie le gusta que le pidan pruebas de blancura, pero hay que recordar que para eliminar la figura más antidemocrática de la Constitución de 1980 -los senadores designados-, la Alianza vino a dar sus votos recién en 2005, solo cuando esa institución ya no servía a sus fines de contar con senadores extras en las votaciones de la Cámara Alta.

La democracia es encuentro, discusión y acuerdo entre pareceres diversos. Pero cuando el acuerdo se hace difícil o imposible, se procede a votar, aplicándose la regla de la mayoría, cualificada, es cierto, cuando se trata de cambios constitucionales, pero ¿tan cualificada como para que un tercio más un voto puedan bloquear todas las iniciativas de los dos tercios restantes? La Constitución de 1925 requería para su reforma el voto de la mayoría de los diputados y senadores en ejercicio, y si la actual exige dos tercios es prueba de que se intentó blindarla contra cualquier cambio que no fuera del gusto de la minoría partidaria de ella. La pregunta ahora es si la Alianza va a seguir aferrada al legado de Pinochet, o a lo que queda de él, o si pensará en el presente y en las convicciones y expectativas de la mayoría de los ciudadanos.