Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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6/06/2014

«Hallarse desprovisto de una pasión que toda persona normal comparte y proclama a los cuatro vientos, es algo que requiere de una gran capacidad argumentativa…»

Alguien que no gusta del fútbol debe una explicación a los hinchas. Lo mismo adeuda cualquiera que, gustando del fútbol, no sea de ningún equipo. No interesarse en absoluto por el más popular de los deportes -la manifestación más visible y jubilosa de la reinante globalización- es algo relativamente frecuente, mucho más, en todo caso, que gustar de él y no ser de ningún equipo. Esto último es como que te gusten las mujeres y ninguna en particular. Sin embargo, disponemos ahora de una explicación para tan sorprendente fenómeno: el libro de Cristóbal Joannon «No soy de ningún equipo», parte de la serie «Soy de…», en la que circulan títulos previos como «Soy de la U», «Soy del Colo», «Soy de la Unión», y «Soy de la Católica».

Según pienso, Joannon la tuvo más difícil que los otros autores de la serie. Justificar una pasión, especialmente tratándose de aquella que nos ata de por vida a un club de fútbol, es más fácil que hacerlo cuando se carece de ella. Las pasiones ni siquiera necesitan ser justificadas, se viven nada más. Pero hallarse desprovisto de una pasión que toda persona normal comparte y proclama a los cuatro vientos, es algo que requiere de una gran capacidad argumentativa. Da el caso, sin embargo, de que Joannon estudió teoría de la argumentación en la Universidad de Ámsterdam, aunque lo más probable es que nunca haya imaginado que alguna vez iba a tener que hacer aplicación de sus conocimientos para resultar convincente en algo tan injustificable como no reconocerse hincha de ningún club. Con todo, Joannon pasa bien la prueba de gustar del fútbol, de haberlo jugado incluso, pero no ser de ningún equipo.

El novelista inglés Nick Hornby, fanático del Arsenal, tiene razón cuando dice que uno se enamora del fútbol tempranamente, de la misma manera que lo hace luego con las mujeres: «De repente, sin explicación, sin hacer uso de nuestras facultades críticas, y sin ponerse a pensar para nada en el dolor y en los sobresaltos que la experiencia traerá consigo».

Sin exagerar, los hinchas no se hacen de un club, sino que, en algún momento muy temprano de su existencia, descubren que son de él. Así me pasó con Santiago Wanderers de Valparaíso. Casi todos mis amigos de infancia eran de Everton o Colo-Colo, y yo miré entonces hacia el Puerto para descubrir que era allí donde pertenecía mi corazón. Pero ya sabemos lo que ocurre con Wanderers y con Valparaíso. Son como los boleros: gustan y duelen a la vez. Dicen que los hinchas del Nápoles despliegan antes de cada partido un enorme lienzo que declara: «Hemos nacido para sufrir». Pues bien, en Valparaíso y en Wanderers esos hinchas tienen a sus hermanos.

Algunos intelectuales detestan al fútbol. Kipling, por ejemplo, consideró que los hinchas somos «almas pequeñas», y Eco afirma amar el fútbol y odiar a los futbolistas, lo cual es tanto como decir que a uno le gusta el ajedrez y no las piezas que se mueven sobre el tablero. Ni qué decir Borges, que se refirió a él como «uno de los mayores crímenes de Inglaterra». Hasta tal punto llegaba la ignorancia de Borges acerca del fútbol que cierta vez fue a ver un partido con el escritor uruguayo Enrique Amorim. Jugaban las selecciones de Argentina y Uruguay, y acordaron que Amorim avivaría a los argentinos y Borges a los charrúas. Pero lo más divertido ocurrió cuando el árbitro pitó el término del primer tiempo: nuestros dos espectadores se retiraron del estadio creyendo que el partido había terminado. Otros, como Albert Camus, amaron y elevaron el fútbol a la condición de fuente de nuestras mejores máximas morales, una de las cuales, que vale también para los debates públicos, prescribe que se debe ir a la pelota y no al jugador.

Nos encontramos a las puertas de un nuevo Mundial. Para horror de los economistas, la productividad caerá en todo el mundo, pero seremos más felices, al menos durante unas cuantas semanas. Y poniendo por un tiempo entre paréntesis a nuestros clubes locales, todos avivaremos a la Roja y sufriremos también con ella.