Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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4/07/2014

«¿En qué momento un individuo pasa de hacer daño solo a sí mismo a causarlo a los demás y, directa o indirectamente, al conjunto de la sociedad en que vive?…»

Vamos a decirlo de una vez: lo que más se ve hoy en las calles son gordos. Gordos y gordas. Obesos. Obesos en condición mórbida. Sé que se trata de una observación políticamente incorrecta, pero son los obesos quienes me hacen relativizar el postulado liberal de John Stuart Mill que he adorado toda mi vida: la única justificación para que la sociedad interfiera con las acciones de alguien es que ellas causen daño a los demás, no a quien las ejecuta. «Deja entonces que gordos y gordas coman hasta reventar» -podrían decirme en aplicación de ese postulado-, pero mi pregunta sería entonces la siguiente: ¿Y qué pasa cuando la obesidad cunde y se transforma de asunto meramente privado en problema de salud pública que demanda significativos recursos del Estado para hacer mangas en el estómago de quienes no supieron tener una ingesta razonable de alimentos y para atender en el sistema público de salud las masivas diabetes y enfermedades coronarias que desarrollan las personas obesas? ¿Acaso que una persona desarrolle el hábito de comer mal y en exceso no acaba dañando también a los demás, cuyas necesidades básicas se verán perjudicadas en su satisfacción por insuficiencia de recursos públicos?

Como ven, estoy escribiendo esto completamente en serio.

Pero hay otro punto que hacer: la obesidad se concentra de preferencia en sectores económicos medios y bajos que lo más barato y fácil que encuentran para consumir es la comida chatarra que se vende en locales del tipo «Completo+bebida a 1.000» o directamente en la calle, como observo en el barrio República cada vez que voy a dar clases. Allí lo que muchos jóvenes desayunan en las esquinas son panchitos, sopaipillas bañadas con ketchup o, en el mejor de los casos, unos dudosos sándwiches que pretenden basar su prestigio en el pan integral que oculta no se sabe qué cosa y en el turbante y la túnica que viste el vendedor que con ese atuendo busca marcar una cierta diferencia espiritual con la competencia. En ninguna otra parte he visto hotdogs gigantes de las dimensiones que encuentro en las inmediaciones de calle República. Son tan grandes que quienes los llevan equilibrados con dificultad entre ambas manos no saben por dónde empezar a comerlos o si para meterles diente precisan apoyarlos en un andamio o algo que se le parezca.

¿Qué joven de la educación superior puede ir hoy a almorzar a casa un saludable plato de lentejas? Muchos tienen que conformarse con el menú del casino, que puede ser bueno, pero cuando no hay dinero suficiente para pagarlo, y ni siquiera para hacerlo con el transporte público que permitiría ir a casa por ese plato de lentejas, no les queda más que salir a la calle y consumir allí algo que lo más probable es que conduzca prontamente a la obesidad, hoy realzada por ese tipo de pantalones -calzas los llaman- que ciñen el cuerpo femenino y resaltan cada una de sus exageraciones. Por otra parte, ¿cuántos jóvenes tienen hoy acceso regular a lugares donde poder ejercitar un cuerpo que va camino a la gordura?

Contrario a la fiebre prohibicionista que nos ataca desde hace tiempo -no al alcohol, no al tabaco y no a la Super 8 en el patio de los colegios-, no puedo dejar de preguntarme, sin embargo, acerca de qué pasa cuando el ejercicio de la libertad individual para fumar, comer o beber trae como resultado determinados perjuicios no solo para el que hace uso de esa libertad, sino para el conjunto de la sociedad. ¿En qué momento un individuo pasa de hacer daño solo a sí mismo a causarlo a los demás y, directa o indirectamente, al conjunto de la sociedad en que vive?

Con la obesidad reinante tenemos un grave y creciente problema de salud pública. Recuerdo que en nuestros lejanos días de preparatorias y humanidades siempre había un gordo en el curso. Pero uno solo. En mi caso fue el Guatón Mac Donald (cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia), pero ¿cuántos Mac Donalds hay ahora en cada curso?