Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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21/11/2014

«¿Qué es la paranoia, esa intoxicación del ánimo que es posible observar en algunos individuos y también en masas o colectivos de personas? Delirio de persecución, suele responderse, y de eso se trata precisamente…»

«Bienvenido al país de la paranoia»: así rezaba el primer mensaje de texto que Luigi Zoja recibió luego de aterrizar en Santiago. Zoja, un destacado psicoanalista con práctica clínica en Milán, vino hace un par de semana para intervenir en Puerto de Ideas con una conferencia acerca de la paranoia como una locura que hace historia, lo cual resulta muy evidente en los casos de Hitler y Stalin, pudiendo agregarse a esa escueta nómina los nombres de los dictadores de los más diversos signos que hemos tenido en América Latina.

El psicoanalista italiano no vino a curarnos de esa enfermedad, que puede ser tanto individual como colectiva, sino a ayudarnos a entenderla mejor. A entenderla y a identificarla, puesto que reconocer y comprender un mal es el primer paso para recuperarse de él.

¿Qué es la paranoia, esa intoxicación del ánimo que es posible observar en algunos individuos y también en masas o colectivos de personas? Delirio de persecución, suele responderse, y de eso se trata precisamente.

Paranoico es el que se siente permanentemente amenazado por un mal, mas no por el que pueda llevar dentro de sí, sino por aquel que podrían causarle los demás. El sujeto paranoico, así como cualquier colectivo presa de esta enfermedad, cree vivir entre enemigos y se organiza para combatirlos. Y como no hay mejor defensa que un buen ataque, los paranoicos urden en la sombra los planes que, una vez ejecutados, les permitirán librarse de aquellos a quienes perciben como enemigos. El paranoico camina por la vida mirando para atrás, creyendo siempre que alguien lo atacará por la espalda. Y si al mirar hacia atrás advierte que nadie lo sigue, se dirá a sí mismo que la invisibilidad es parte del complot que está siendo fraguado por sus enemigos.

Seamos francos: todos tenemos algún grado de paranoia. Woody Allen reconoce que hasta los paranoicos tienen enemigos, mientras que Ray Bradbury, con perfecto realismo, confesaba que si iba de frente era liberal, pero que en cuanto a su trasero prefería ser conservador. Así las cosas, una cierta cuota de paranoia es un razonable antídoto contra la ingenuidad de creer que nadie nos hará daño. Pero algo muy distinto es vivir prisioneros de la idea de que todos están allí para agredirnos y acabar con nosotros. Una cosa es vivir con cautela y tomar algunos mínimos resguardos, y otra muy distinta hacerlo en un intenso y permanente delirio de persecución producto de la constante sospecha que dejamos caer sobre los demás. «Síndrome de acorralamiento», lo llama Zoja, puesto que aquel que lo sufre va destruyéndose a sí mismo y atribuyendo esa destructividad a sus semejantes.

Todos hemos conocido a algún paranoico. Conocido y a veces sufrido su manía persecutoria, que es doble, puesto que, por sentirse perseguido, el paranoico se aplica concienzudamente a perseguir a otros.

Interesa también la paranoia como fenómeno colectivo, esto es, como un mal que puede afectar a grupos de personas. Así, por ejemplo, si los políticos, atendida la índole de su actividad, son candidatos seguros a la paranoia individual, los partidos en que militan, así como las coaliciones que estos forman, suelen verse afectados por la misma enfermedad y mirar con radical desconfianza no solo a las colectividades de la coalición contraria, sino a los que forman parte de la propia. Ni qué decir de la paranoia que ataca a los gobiernos -a todos los gobiernos-, que tienden a ver complots en el inofensivo gesto adusto de un opositor, en una simple marcha organizada por jóvenes o en un editorial crítico que acaba de aparecer en la prensa. La lógica política paranoica es la de amigo/enemigo, mientras que una no infestada por ese mal es la de partidario/adversario.

Las reflexiones de Luigi Zoja en Valparaíso, expresadas con claridad, elegancia y buen humor, me hicieron pensar en cuánta razón podría tener el firmante del primer mensaje que el psicoanalista recibió a su llegada a Chile.