Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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2/01/2015

«Piketty ubica el tema de la distribución de la riqueza en el centro de su análisis, mientras la mayoría de sus colegas manifiesta poca o ninguna sensibilidad ante el creciente aumento de las desigualdades tanto en países ricos como emergentes…»

Es bueno que «El capital en el siglo XXI» se encuentre ya en librerías. Bueno es también que su autor, Thomas Piketty, vaya a recalar próximamente en Chile. Nuestros economistas disputarán acerca del valor de ese libro y la pertinencia de sus planteamientos, pero tal es la regla entre quienes se dedican a un saber que solo por razones de prestigio y aparente neutralidad osan llamar ciencia.

Para la enorme masa de los que según los economistas no sabemos nada de economía, continúa siendo un misterio que un saber pretendidamente científico como la economía tenga tan escasa capacidad predictiva en lo que a crisis se refiere, tan poco acuerdo a la hora de aclarar las causas de las crisis, y tan mínimos consensos al momento de identificar las medidas más eficaces para salir de ellas. Una triple debilidad que podría obedecer a que muchos economistas tienen un pie en la academia y el otro en las grandes empresas, instituciones financieras, consorcios internacionales o gobiernos causantes de las crisis. Cuando un economista obtiene la significativa mayor parte de sus ingresos de cualquiera de esos poderosos agentes económicos, ¿cuánta independencia de juicio puede esperarse de él cada vez que se trata de avizorar una crisis o de explicarla y corregirla?

Otra causa de las deficientes explicaciones de los economistas proviene de que no relacionan su saber con otras disciplinas -por ejemplo, historia y sociología-, llegando incluso a desarrollar un imperialismo epistemológico que se expresa en los múltiples y hegemónicos «análisis económico de…» -de la familia, de la universidad, del derecho, del arte, de la religión, y añada usted lo que quiera-, como si tareas cognitivas de otros fenómenos tuvieran que adoptar sin más las categorías de análisis y el lenguaje propios de la economía. El ejemplo más desfachatado a ese respecto es el de un Nobel de Economía que afirmó que la tasa de adulterios empezó a bajar en Estados Unidos el mismo día en que los norteamericanos se dieron cuenta de que mantener dos mujeres cuesta más caro que hacerlo con una sola.
Piketty ubica el tema de la distribución de la riqueza en el centro de su análisis, mientras la mayoría de sus colegas manifiesta poca o ninguna sensibilidad ante el creciente aumento de las desigualdades tanto en países ricos como emergentes, y ello como resultado de un hecho al que nuestro siglo tendría que salirle al paso: la recapitalización de los patrimonios provenientes del pasado es más rápida que el ritmo de crecimiento de la producción y los salarios, lo cual empuja a los empresarios a transformarse antes en rentistas que en productores. Por otro lado, un simple trabajador podrá salir de la pobreza -digamos comer pan tres veces al día en circunstancias de que antes comía una-, aunque lo más probable es que ese trabajador sepa de las tortas solo porque las divisa a través de las vidrieras de las pastelerías que son frecuentadas únicamente por la minoría de los dueños del capital (y de las pastelerías).

¿Solución? Piketty aboga por un impuesto progresivo sobre el capital, puesto que solo así «sería posible evitar la interminable espiral de desigualdad y preservar la competencia y los incentivos».

Cualquiera es capaz de imaginar el escándalo que una propuesta como esa puede producir en un país cuya clase empresarial vaticina el fin de la inversión y el crecimiento ante la aprobación de una reforma tributaria en cuyo texto final ella misma influyó no poco, y ahora ante el anuncio de una reforma laboral. Que nuestros grandes empresarios lamenten vivir hoy en la incertidumbre puede responder al hecho de que se habituaron a hacer negocios en marcos de excesiva certidumbre (para ellos), de una legislación laboral blanda (para ellos), de bajos impuestos (para ellos) y de instrumentos de elusión (nuevamente para ellos) que les permitían diferir impuestos que a los trabajadores se les descuentan mes a mes en sus liquidaciones de sueldo. Piketty, cómo no, será otro motivo o pretexto para inflamar una incertidumbre que, según parece, tiene una parte real y otra fingida.