Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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13/02/2015

«Aprender a vivir, entonces, consiste en otorgar algún sentido a nuestra existencia -o, mejor, ‘sentidos’-, de manera que obren como puntos de apoyo, como muletas, como el aparato ortopédico que nos sostiene y permite dar pequeños pasos…»

Ignoro qué será más difícil, supuesto que sean cosa de aprendizaje. Hay quienes creen que filosofamos para aprender a morir, lo cual me parece un disparate, mientras otros sostienen que lo hacemos para vivir, lo cual interpreto como una pretensión desmedida de la filosofía. En cualquier caso, aprender a vivir suena más sensato que hacerlo para morir. La vida no puede consistir en una continua preparación para la muerte. Más bien se trata de lo contrario: de eludir la muerte, es decir, la nada, puesto que si morir es algo -algo por lo que todos pasaremos-, la muerte, o sea, lo que vendrá después de morir, es nada, solo una oscuridad de la que no tendremos conciencia y que, a diferencia de la oscuridad que precedió a nuestro nacimiento, de la que tampoco fuimos conscientes, poseerá carácter infinito.

Somos un brevísimo haz de luz entre dos inconmensurables oscuridades, pero entretanto -propone Claudio Magris- «bien podemos tomarnos un vaso de vino», donde «vino» no alude al delicioso licor que fabricamos de las uvas, o no solo, sino a cualquier cosa que nos permita dar sentido a nuestra existencia individual. Un sentido que esta no tiene por sí misma y que, por tanto, no descubrimos, sino que inventamos. Aprender a vivir, entonces, consiste en otorgar algún sentido a nuestra existencia -o, mejor, «sentidos»-, de manera que obren como puntos de apoyo, como muletas, como el aparato ortopédico que nos sostiene y permite dar pequeños pasos. Pequeños y ojalá felices pasos, aunque muchas veces tengamos que quedarnos no con la felicidad, sino con su hermana menor, la alegría, sin que nunca debamos descartar a la menos agraciada de las tres: la normalidad, el simple hecho de que las personas y las cosas estén todavía allí cuando abrimos los ojos cada mañana.

Con toda razón, el lector podría preguntarse qué bicho pudo picar al columnista para estar escribiendo estas cosas en pleno verano. Ningún bicho, salvo que se tuvieren por tal las conversaciones entre Ilan Stavans y Raúl Zurita que acabo de leer, editadas por la U. Diego Portales, y que constan de dos partes: una dedicada a saber morir y la otra a saber vivir. Pero no vaya a creerse que lo que encontramos allí son consejos acerca de lo uno y lo otro. Solo un librero muy despistado podría colocar esta obra en la bandeja de autoayuda. Lo que hay en este libro son dos voces profundamente literarias -que es lo mismo que decir indulgentes- y que pertenecen a «seres dañados que se cubren con las vendas de la escritura», que es lo que Zurita afirma de Kafka en un momento de las conversaciones. Dos voces que creen en la libertad dentro del fatalismo y que practican el menos humorístico de los humores: el humor dramático de los que saben que la vida es un juego de dados en el que estos vienen lanzados por la mano invisible del azar.

Ambos autores saben que no hay manuales acerca de cómo vivir. Improvisamos soluciones sobre la marcha y algo aprendemos gracias a la experiencia. Somos curanderos, no médicos. Y es de esa manera que suspendemos la muerte, conjurándola en una suerte de «ejercicio privado de resurrección». Ilan Stavans: «la desgracia de vivir es que nunca sabemos cómo hacerlo…La vida es una serie de ensayos para una obra de teatro a la que jamás asistiremos».

Este libro tiene potencia, que es más que simple fuerza. De fuerza, de velocidad, de instantaneidad, estamos ya hartos. De potencia o capacidad generativa como la que muestran Zurita y Stavans al hacer tanto buena filosofía como buena literatura, nos encontramos más bien menesterosos.

Podría estimarse que este libro no es adecuado como lectura de verano, en cuyo caso invito a poner atención a «El leopardo», de Jo Nesbo, un policial que, como todos los de su género, tiene también su filosofía de la vida. De la vida, y de la muerte, porque un thriller, cuando es realmente bueno, toma de la filosofía algo de esa melancolía contemplativa que permite no sucumbir al pánico que produce la oscuridad.