Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
Top
13/03/2015

«El ideal igualitario se daña también por el privilegio, o sea, por la ventaja que se otorga y obtiene injustamente. Así las cosas, quienes profesan ese ideal, además de luchar contra las desigualdades, lo hacen también contra el privilegio…»

El ideal igualitario, propio de la izquierda, fue dañado por los mal llamados socialismos reales, que no consistieron en otra cosa que en dictaduras comunistas dispuestas a sacrificar la libertad en nombre de una igualdad que tampoco fueron capaces de conseguir, aunque, a decir verdad, lo que enarbolaron esas dictaduras fue el ideal igualitarista.

Tanto uno como otro de esos ideales se asienta en un mismo valor -la igualdad-, pero tienen una importante diferencia: mientras el ideal igualitarista propone la igualdad de todos en todo (digamos que nadie coma torta para que todos puedan comer pan), lo que postula el ideal igualitario es la igualdad de todos en algo (digamos que todos coman a lo menos pan, sin perjuicio de que algunos, o muchos, merced a su mayor preparación, trabajo o talento, puedan acceder también a las tortas). Una analogía en la que «pan» no es solo ese delicioso producto que consumimos varias veces en el día, sino el conjunto de bienes básicos que permiten tener una existencia digna y con posibilidades reales de trazar y llevar adelante planes personales de vida.

El ideal igualitario se ha anotado varios puntos a lo largo de la historia. Nadie discutiría hoy igualdades que antaño no existieron y por las que fue preciso luchar: igualdad en la consideración y respeto que merecen todas las personas, en la universal titularidad de los derechos fundamentales, en la capacidad para adquirir y ejercer otros derechos, en la ley y ante la ley, y en el voto (toda la población adulta puede votar y el voto de cada cual cuenta por uno). Todas igualdades que en el presente nos parecen indiscutibles, naturales incluso, pero que no siempre estuvieron allí. Algunas son incluso de muy reciente reconocimiento. Y todas ellas, para asentarse como tales, pasaron por largos procesos de lucha. Piénsese, por ejemplo, que quienes proclamaron en 1776 la independencia de los EE.UU. («sostenemos como evidentes estas verdades, que todos los hombres son creados iguales…») tenían esclavos en sus haciendas, que solo en 1865 el Congreso de ese país abolió la esclavitud, y que a mediados de los 60 del siglo XX, cuando Martin Luther King fue abatido a tiros por su lucha contra la discriminación de la población negra, esta tenía gravemente conculcado su derecho a votar en las elecciones.

En consecuencia, si tenemos buenas razones para rechazar el ideal igualitarista, ¿las tenemos también para oponernos al ideal igualitario? Desde luego que no, y eso aunque ambos operen sobre la base de un mismo valor. Nadie renunciaría hoy a la defensa de las igualdades antes señaladas, ni siquiera quienes pertenecen a sectores conservadores similares a aquellos que en su tiempo se opusieron a la lucha por la igualdad. Pero la piedra de tope hoy, o sea, la igualdad que aún no hemos conseguido, es la que tiene que ver con las condiciones materiales de existencia (la vida demasiado dulce de unos pocos y la menesterosa de tantos; de un lado la opulencia y del otro la pobreza y la indigencia). Es aquí donde se libra hoy la lucha del ideal igualitario, porque este no aspira solo a una igualdad básica (todos comiendo a lo menos pan), sino a una en la que los que comen pan no sepan de las tortas solo porque las ven a través de las vidrieras de las pastelerías.

El ideal igualitario se daña también por el privilegio, o sea, por la ventaja que se otorga y obtiene injustamente. Así las cosas, quienes profesan ese ideal, además de luchar contra las desigualdades, lo hacen también contra el privilegio, partiendo por el que pueda beneficiarlos a ellos mismos. Recibir u otorgar privilegios es especialmente dañino para el sector político que postula el ideal igualitario. De manera que si el caso Caval dañó a la Presidenta, al Gobierno, a la Nueva Mayoría y a la izquierda y al ideal que esta defiende, por otro lado favoreció -lo mismo que el caso Penta y otras obscenas situaciones político-financieras- que dentro de tres años podamos tener candidatos a la Presidencia que, igual que Carlos Ibáñez en 1952, la ganen sin ideas y mostrando un solo símbolo: la escoba.