Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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27/03/2015

«‘Esta noche voy a engañarte con otra’. Nada impropio, a fin de cuentas, porque ella hace lo mismo. Leer dos personas en un espacio común produce el silbido inaudible de cuatro respiraciones: las de los que leen y las de los libros que son leídos…»

No puedo iniciar un viaje sin llevar libros conmigo, de preferencia novelas. Tampoco descarto partir con la autobiografía de algún escritor o con ejemplares de obras que tratan del oficio de escribir. Me gustan los libros de escritores en que estos hablan de sí mismos o de su oficio, o de ambas cosas a la vez, por la misma razón que me gusta saber de mis amigos y de lo que han hecho con sus vidas.

Libros, digo, porque si al momento de emprender viaje no tengo nada comenzado o a medio leer, pongo en la maleta a lo menos tres, por precaución, no vaya a ser que alguno llegara a defraudarme. Entiéndase bien: no puedo leer dos novelas a la vez, y si llevo conmigo dos, tres o más en un mismo viaje, es para precaverme e iniciar tranquilo el vuelo. Algo parecido me ocurre con el Ravotril: llevo el doble de dosis que necesitaré, y no porque el fármaco pueda fallar, sino porque puedo hacerlo yo en mayor medida que la habitual.

Viajo entonces con un pequeño harén literario: si alguna de mis concubinas llegara a aburrirme, puedo echar mano de alguna de sus compañeras, sin necesidad de echarme a la calle para preguntar dónde está la librería más cercana. De esa manera, e incluso cuando lo estoy, nunca estoy solo en una habitación de hotel. Llegado a una de ellas no necesito encender el televisor, sino abrir la maleta, poner las novelas sobre la mesita de noche y estirar más tarde la mano para palpar a una de mis acompañantes. Es por esa razón que cuando viajo con mi mujer ella sabe ya perfectamente lo que voy a decirle cuando volvemos a la habitación luego de comer: «esta noche voy a engañarte con otra». Nada impropio, a fin de cuentas, porque ella hace lo mismo. Leer dos personas en un espacio común produce el silbido inaudible de cuatro respiraciones: las de los que leen y las de los libros que son leídos.

Fue seguramente mi lado burgués el que me llevó de vacaciones a Punta del Este, pasando antes por la provinciana Montevideo. La capital uruguaya no es una ciudad provinciana porque la hayan estropeado. En cambio, Buenos Aires se ha vuelto un lugar provinciano a causa del maltrato recibido y de su progresivo deterioro. Montevideo es provinciano no por abandono, sino por elección de sus corteses habitantes. Lo que pasa con Montevideo y su gente no es que se achiquen, sino que rehúsan agrandarse.

Pues bien: salía hacia Uruguay y puse dos libros en el equipaje: uno de Vila-Matas y otro de Ramón Fonseca. Pero antes de instalar la clave de la maleta, casi por azar, incluí también «La promesa del alba», de Romain Gary, que divisé en los estantes del dormitorio, puesto de lomo y todavía sin leer. Allí, de pie, mientras el taxi que nos llevaría al aeropuerto esperaba abajo con el motor encendido, leí no más de cinco páginas del escritor francés de origen ruso y supe al instante que sería el ganador de la partida. En Montevideo, en Colonia de Sacramento, en Punta del Este, leí solo el libro de Gary y hasta renuncié a un par de idas a la playa por causa suya. Me retaron, por supuesto, porque nadie va a Punta del Este a encerrarse a leer en su habitación.
Tal vez leamos porque los libros nos muestran parte de la contraseña, no la clave completa. Dos de seis números, cuando menos. O dos de cuatro. Vaya uno a saber. La numeración total nunca se devela ni en los libros ni en ninguna otra cosa, supuesto incluso que la haya.

¿Qué quieren que les diga? Para mí «La promesa del alba» fue todo un hallazgo, una delicia literaria mayor. Puedo imaginar la expresión sarcástica de lectores más avezados que sabían de esta obra hace mucho tiempo y que se sorprenderán de alguien que vino a descubrirla recién a los 70, aunque me queda el consuelo de la siguiente frase del propio Gary: «a mis…(y ponga cada lector la edad que tenga) todavía sueño con cierta ternura esencial».

En sus últimos días, mientras paseaba en completa soledad por la playa de Big Sur, Romain Gary veía pasar las bandadas de aves marinas y confesaba que «en mi deseo de amistad y compañía surge una esperanza ridícula e imposible y no puedo evitar sonreír y tenderles la mano».