Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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5/06/2015

«Podemos ser algo escépticos respecto de la ética política y de la ética empresarial, mas no al punto de desconocer que existen. A veces no pasan de ser una cortina de humo que se tiende sobre el escenario para que tras bambalinas continúen las zancadillas…»

Vivimos lo que sin exagerar se puede llamar el boom de las éticas aplicadas o sectoriales. Mientras la pregunta fundamental de la ética es qué es el bien y qué se debe hacer para realizarlo -así, en general-, la de las éticas aplicadas es qué es el bien y qué es preciso hacer para conseguirlo en un campo o actividad humana en particular. Es de esa manera que se ha desarrollado una ética periodística, una ética médica, una ética judicial y otras que tienen también el carácter sectorial antes señalado. Médicos, periodistas, jueces y otros colectivos se preguntan acerca de cuáles son las normas legales que rigen sus respectivos campos de trabajo, pero se interrogan también por los estándares éticos que deben satisfacer al llevar a cabo sus actividades. Por otra parte, las éticas aplicadas son determinadas por los propios actores de la correspondiente actividad. Así, por ejemplo, son los médicos quienes concuerdan las pautas morales de su profesión y los que establecen instancias de control, juzgamiento y sanción de las conductas que se aparten de ellas, si bien en esa tarea suelen auxiliarse del saber de otros profesionales que puedan ayudarlos en la clarificación de los problemas éticos y del lenguaje más conveniente de emplear en su autorregulación.

Aunque por momentos parezca lo contrario, políticos y empresarios tienen también su ética. Hay una ética política y una ética empresarial, si bien la falta de altruismo de la actividad política, que tiene por objeto el poder, y también de la empresarial, que tiene por finalidad maximizar beneficios de los propietarios, podría constituir la explicación de que en ambos casos se trate de una ética más bien laxa y escasamente atractiva para quienes se dedican a esas actividades. Los partidos políticos tienen regulaciones internas de orden ético y tribunales de honor que se encargan de juzgar las malas prácticas de sus militantes, mientras que las agrupaciones empresariales fijan también marcos regulatorios de buenas prácticas para sus asociados. Ambas cámaras del Congreso Nacional cuentan también con comisiones de Ética y Probidad, aunque la del Senado, por su casi nula actividad, pareciera estar en perpetuo receso. En consecuencia, podemos ser algo escépticos respecto de la ética política y de la ética empresarial, mas no al punto de desconocer que existen. A veces no pasan de ser una cortina de humo que se tiende sobre el escenario para que tras bambalinas continúen las zancadillas y pillerías propias de la lucha por el poder y por el dinero, aunque es un hecho que, si no los propios políticos y empresarios, ciudadanos y consumidores están crecientemente interesados en evaluar la conducta ética y no solo legal de ambos grupos.

Quizás se deba a mi talante liberal, pero el hecho es que cada vez que escucho la palabra «ética» me pongo rápidamente contra la pared, temeroso de la posibilidad de que alguien venga a decirme qué es el bien, qué el mal y cómo debo comportarme. Pocas cosas pueden resultar más fastidiosas que los predicadores que se atribuyen la condición de guías morales de sus semejantes. En mi universidad porteña hubo una vez una autoridad que constituía comités de ética solo para perseguir a quienes eran críticos de su gestión. Fiel a ese predicamento liberal, el sentido de recordar aquí a políticos y empresarios que tienen marcos éticos regulatorios es tan solo pedirles lo mínimo: que si los tienen, puesto que unos y otros se los han dado libremente a sí mismos, los tomen más en serio de lo que han venido haciendo hasta ahora; por ejemplo, en el caso de los empresarios, pasando de marcos éticos generales de sus grandes confederaciones a marcos de cada una de las distintas asociaciones de estas.

Revisar las reglas de buenas prácticas en uno y otro sector -político y empresarial- y procurar una mayor eficacia de las respectivas instancias de control de ellas, es algo que ambos colectivos deben hacer por sí mismos, con prontitud y tanta sinceridad como puedan, salvo que crean que tener una moral «propia» es equivalente a no tener ninguna, como a veces el cinismo posmoderno afirma de la política, dejando ya de sorprenderse ante sus continuas tropelías.