Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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25/09/2015

«Buena parte de políticos y analistas ha llegado a la conclusión de que el descreimiento y el cinismo son muestras de inteligencia, y las virtudes, de debilidad y candor…»

Se trataba de «El príncipe», de Nicolás Maquiavelo. Mis sueños, tengo que decirlo, suelen ser mediocres, simples copias algo distorsionadas de la realidad más anodina de todos mis días. Pero esta vez recibieron la visita de un clásico.

No soñé con la edición que poseo de ese libro, más bien rústica, sino con un tomo de apariencia antigua y gastada. Alguien desconocido para mí lo cogía de un estante y leía su título en voz alta y con manifiesta admiración, devolviéndolo luego a su sitio sin abrirlo. Yo me dirigía a ese punto y encontraba un hueco en el lugar donde el libro había sido dejado. Fue en ese momento que desperté, sin más remedio que ponerme a buscar el ejemplar que tengo en casa.

«El príncipe» fue escrito en 1513 y en circunstancias no muy propicias para su autor. Maquiavelo debió retirarse a una casa de campo ante la amenaza de cárcel que pendía sobre él, y fue allí donde dejó correr la pluma para deleite, hasta hoy, de los que presumen tener una visión realista de la política y que las más de las veces es simplemente cínica. Con el libro ya en mis manos volví a la cama y empecé a revisar las muchas marcas que había hecho en él como resultado de anteriores lecturas.

Puesto a describir y no a prescribir, atento a cómo se ejerce el poder y no a cómo debería ser ejercido, Maquiavelo nos dice, por ejemplo, que «el que no se ocupa de lo que se hace para preocuparse de lo que habría que hacer, aprende antes a fracasar que a sobrevivir»; que «las virtudes de un gobernante podrían llevarlo a la ruina, mientras que algunos de sus vicios lo harán a su seguridad y bienestar»; que para un político «es más seguro ser temido que ser amado, aunque cuidando que al ser temido no llegue a ser odiado», algo que los gobernantes pueden conseguir siempre que no toquen las posesiones de sus súbditos, «puesto que los hombres olvidan antes la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio»; que «los príncipes que han hecho grandes cosas son los que han dado poca importancia a su palabra y han sabido embaucar la mente de los hombres con su astucia»; y que un gobernante «no debe separarse del bien, si se puede, pero tiene que saber entrar en el mal si es necesario».

Imposible no sonreír ante citas como esas, y no porque se las consienta desde un punto de vista ético, sino porque describen bien la manera como se comporta la mayoría de quienes tienen algún poder sobre sus semejantes. Maquiavelo advierte que si las cosas andan mal, «el único medio para restablecer el orden es que un hombre solo se apodere de la autoridad», si bien sabe en lo que suele terminar el gobierno de uno solo: en tiranía y, por tanto, «en mayor corrupción, aunque en este caso más oculta». ¿Le suena a usted conocido?

Pero hay también el Maquiavelo de los «Discursos sobre la primera década de Tito Livio», obra posterior a «El príncipe» en la que se explayó acerca de la república y sus virtudes. Otro Maquiavelo, se afirma a veces, aunque se trata del mismo, en un caso descriptivo y en el otro normativo, en un caso el Maquiavelo consejero de príncipes que querrían conservar el poder a como dé lugar y en el otro el Maquiavelo que hace el elogio de la república romana, en un caso el Maquiavelo que mira las cosas desde arriba (el poder) y en el otro aquel que las observa desde abajo (el pueblo). Así, en los «Discursos…» se puede leer que «el legislador prudente no debe eludir nunca el juicio popular»; que «es preciso limitar el poder para que el depositario suyo no pueda abusar de él»; que «hay que dictar medidas que refrenen los apetitos humanos y quiten toda esperanza de impunidad a los que los cometen»; que «donde hay igualdad no puede haber monarquía, y donde no la hay, es imposible la república»; que «la autoridad adquirida violentamente, y no la que se obtiene por medio del sufragio, es la perjudicial a la república»; y que «no puede haber grandes dificultades cuando abunda la buena voluntad».

Sin embargo, algo me dice que continuará prefiriéndose la lectura de «El príncipe» a la de los «Discursos…», al menos en Chile, donde buena parte de políticos y analistas ha llegado a la conclusión de que el descreimiento y el cinismo son muestras de inteligencia, y las virtudes, de debilidad y candor.