Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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4/12/2015

«La industria de la televisión, como parte dominante del fútbol, trae consigo que mande la primera y obedezca el segundo. Los clubes reciben de ella sus mayores ingresos, de manera que la gestión de campeonatos y programaciones hay que consultarla con el jefe de producción del canal…»

Del más popular de los deportes, el fútbol pasó a ser una industria, una actividad que mueve gran cantidad de dinero, que da empleo a muchas personas y hace ricos a unos pocos, y que tiene impacto en la economía de los países. Esa dimensión del fútbol se aprecia con claridad en las transmisiones por televisión, para las cuales constituye simplemente un producto que los telespectadores quieren ver, aunque no en el estadio, sino instalados en sus casas y provistos de una buena cantidad de cervezas. Chile no es el país futbolizado que se dice. Futbolizada es una población que va a los estadios y que no esconde su comodidad y falta de compromiso con el pretexto de la violencia que a veces se desata en las tribunas. Algo parecido a la hípica, también transformada en industria, en la que muy pocos están en los hipódromos los días de carreras. En los hipódromos usted puede encontrar hípicos, pero fuera de estos, en los Teletraks, lo que hay son apostadores.

Nada raro tiene que el fútbol se haya transformado en industria. Pasó también con la educación, la salud, la previsión, que son derechos fundamentales. Nada contra la provisión privada de servicios relacionados con tales derechos, pero los problemas comienzan cuando el peso de la industria termina por aplastar los derechos y cuando los agentes que en ella se mueven los tratan como simples oportunidades de negocios. Industria de la felicidad, incluso, en la que medran bebidas de fantasía, psicólogos buena onda y sociólogos al aguaite de la última novedad.

La industria de la televisión, como parte dominante del fútbol, trae consigo que mande la primera y obedezca el segundo. Los clubes reciben de ella sus mayores ingresos, de manera que la gestión de campeonatos y programaciones hay que consultarla con el jefe de producción del canal. Extraño resulta también que una corporación sin fines de lucro -la ANFP- distribuya entre los clubes las grandes cantidades de dinero que percibe de la televisión. Mayormente insólito es que un dirigente del fútbol sea a su vez dueño de la empresa que transmite los partidos y que los contratos de esponsorización de la Roja hayan sido acordados sin más intervención que la del presidente de la ANFP y que esta hubiera renovado a todo lujo sus instalaciones en Quilín a través de una empresa cuya propiedad está ligada a la parentela de ese presidente. ¿Y nadie lo sabía? ¿Y por qué mientras todo eso ocurría los dirigentes y parte de la prensa nos estuvieron discutiendo sobre los bombos en los estadios?

A la industria del fútbol se sumaron también los jugadores, que parecen emplear tanto tiempo en entrenar como en filmar spots destinados a promover marcas de ropa interior, perfumes, teléfonos y otros productos. Están en su derecho, desde luego, pero va resultando extraño que vendan su vestimenta deportiva hasta el punto de que la parte de su pantalón que les cubre la nalga derecha lleve estampada una marca y otra la que lo hace con el glúteo izquierdo. Arrastrados por la lógica de hacer dinero de cualquier manera, dentro o fuera de la cancha, los futbolistas se parecen a esos propietarios de departamentos que arriendan la fachada de sus edificios para promover cosméticos o a alguna universidad que trata de lograr con publicidad lo que no consigue con la calidad de sus estudios.
Allí donde circula mucho dinero, lo mismo que pasa en el mundo de los negocios financieros y ahora hasta del papel, lo más probable es que se desate la codicia, que no es lo mismo que la ambición. La ambición, ese deseo ardiente de conseguir cosas que uno valora, está muy bien; la codicia, o sea, el impulso descontrolado por obtener dinero, moviéndose en los bordes de la ética y la legalidad, es simplemente un vicio, el mal hábito de desear riquezas sin límite, que es lo que está detrás de todos los escándalos del mundo de la empresa, el fútbol y otros.

Todos tenemos que pagar el dividendo, y nada reprobable hay en interesarse por hacer dinero, pero ¿qué sentido tiene hacerlo hasta el extremo de que puedas estar seguro de que el pago del dividendo está ya asegurado para centenares de generaciones posteriores a la que sigue hoy en tu familia?