Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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22/04/2016

«Ubicado también, y desde luego austero, es decir, con clara conciencia de sí mismo y carente de toda jactancia, lo que no es poco, sobre todo para los tiempos que corren, que es claramente el de los agrandados que creen que pueden llegar a cualquier parte y con la mínima formación y esfuerzo…»

Hoy será sepultado Patricio Aylwin Azócar. Su cadáver quedará bajo tierra. En cambio, su memoria -la de él como persona- , la de su gobierno de 4 años -el primero de la Concertación- y la de su participación en los últimos meses de la administración de Salvador Allende -cuando se preparaba el golpe de Estado- quedarán sujetas, como tiene que ser, al examen crítico de las actuales y futuras generaciones. Como se nota a tan solo 72 horas de su muerte, no habrá acuerdo en el análisis de cada una de esas tres memorias que dejó Patricio Aylwin, un hombre menos complicado, según creo, que los inesperados y complejos momentos que le tocó vivir como político.

Con todo, la primera de esas tres memorias que deja Patricio Aylwin es la menos controvertida. No parece haber dos opiniones en cuanto a sus atributos como persona: bueno, honesto, franco, decente, asertivo, sobrio, enérgico, compasivo. Ubicado también, y desde luego austero, es decir, con clara conciencia de sí mismo y carente de toda jactancia, lo que no es poco, sobre todo para los tiempos que corren, que es claramente el de los agrandados que creen que pueden llegar a cualquier parte y con la mínima formación y esfuerzo. Nada más revelador a ese respecto que cuando Aylwin se definió ante el Presidente Bush, quien llegó a visitarlo a su casa de Providencia, como «un profesional de clase media», una declaración que hoy resultaría ofensiva para las legiones de arribistas y escaladores codos afuera que actúan como si pudieran llegar a cualquier parte y siempre en tiempo récord.

Con Aylwin opositor al gobierno de la Unidad Popular y con Aylwin Presidente entre 1990 y 1994 la cosa es bien distinta. Aquí, tanto en uno como en otro de esos momentos de su vida política, las opiniones se dividen, aunque habría que concederle que su conducta en ambas circunstancias, se la juzgue como se la juzgue, estuvo marcada por la relación que él vio siempre entre política y moral, un vínculo que algunos desacreditan hoy desde las malas prácticas políticas que llevan adelante sin la más mínima autocrítica, mientras otros lo desechan desde el cinismo presente en la afirmación de que no se puede esperar moral de la política. Fue Rousseau quien dijo que quienes insistan en separar la política de la moral no entenderán jamás ni una ni otra, y Aylwin parece haber hecho suya esa afirmación que hoy nada contra la corriente.

Es más: atendida la biografía de Patricio Aylwin, podría afirmarse que si entró a la política fue, ante todo, por razones morales, por una sincera preocupación por los más desfavorecidos de la sociedad y por la convicción, asimismo, de que el bien común debe prevalecer sobre los intereses individuales. Republicano, Aylwin lo fue no solo porque rechazara la monarquía y la dictadura como formas de gobierno, sino porque creyó sinceramente, aun exponiéndose a la acusación de ingenuidad, que quienes trabajan en la esfera pública lo deben hacer por el bien de todos y no por beneficio propio. Lo más característico de una república no es la falta de un rey, sino la preferencia por la honra antes que por el éxito y el firme convencimiento de que el espacio público nunca debe ser usurpado por intereses privados.

Una imagen de la mañana de la muerte de Patricio Aylwin me impresionó sobremanera: la de sus cinco hijos saliendo al encuentro de la prensa apostada frente a la casa del ex Mandatario en una calle cualquiera de Providencia. Al margen de las palabras que en ese momento leyó uno de ellos, el recuerdo que guardaré es el del aspecto, vestimenta, gestualidad y expresión facial de sus hijos. Sobrios, tranquilos, austeros, contenidos -seguro que así lo habría querido su padre-, trajeron de vuelta la imagen de un país que en alguna medida hemos perdido ante la embestida de la banalidad, la estridencia y el lenguaje entre procaz y lacrimoso que impera en nuestros días.

En esa imagen familiar, en absoluto estudiada y menos producida, estaba la herencia de la virtud que es propia de una república.