Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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17/06/2016

«Los profesores dejamos simplemente el problema en manos de las autoridades universitarias y, con más tiempo para avanzar en nuestros propios proyectos o en tareas profesionales, permanecemos a la espera de que los conflictos lleguen a término, casi siempre de la misma manera…»

Hace ya tiempo me formé la convicción de que los profesores universitarios, lo mismo que las autoridades de nuestros planteles, tenemos responsabilidad en el hecho de que expresiones extremas de las movilizaciones estudiantiles se repitan todos los años de manera mecánica y casi como si las prolongadas suspensiones de actividades que esas movilizaciones traen consigo no tuvieran el más mínimo efecto en los procesos formativos que tienen lugar al interior de los establecimientos.

Descontados algunos docentes jóvenes que practican una mal entendida solidaridad con cualquier causa estudiantil como si todavía no se dieran cuenta de que cambiaron de estamento, descontado también uno que otro viejo profesor que azuza tales causas con la mal disimulada ilusión de que los adolescentes de hoy consigan lo que ellos no obtuvieron en sus fallidos años revolucionarios, y descontada -en fin- esa otra minoría de profesores de cualquier edad a los que todo da lo mismo porque se toman su trabajo universitario como si se tratara de una pega cualquiera, la mayoría de los docentes asistimos cada año con perplejidad y creciente fastidio al fenómeno señalado en el párrafo anterior, aunque tampoco reaccionamos, según creo, conforme podría esperarse de quienes estamos parados frente a los jóvenes en condición de profesores, una condición que, por su propia índole, no es ni puede ser de paridad.

Los profesores dejamos simplemente el problema en manos de las autoridades universitarias y, con más tiempo para avanzar en nuestros propios proyectos o en tareas profesionales, permanecemos a la espera de que los conflictos lleguen a término, casi siempre de la misma manera: con una rendición incondicional ante los grupos estudiantiles que valoran más la facilidad que la calidad y cuyos petitorios internos suelen reducirse a una disminución progresiva de exigencias curriculares, a una demanda por formación de cada vez más bajas calorías, y a intentos por acabar con toda eliminación por motivos académicos, como si el derecho a la educación incluyera el de aprobar todas las asignaturas y el de obtener una licenciatura o un título sin más requisito que permanecer matriculado en una carrera durante un cierto número de años.

Llevo ya casi medio siglo entrando y saliendo de las salas de clases, y a eso es a lo que veo que hemos ido llegando, poco a poco, tanto en el sector universitario público como privado, y lo que me pregunto es qué estamos haciendo los académicos a ese respecto, supuesto que no formemos parte de alguno de esos tres minoritarios y reprobables colectivos que identificamos al inicio de esta columna. Converso estas cosas con mis estudiantes una y otra vez, todos los años, con apertura, con lealtad, sin enojo, pero también con franqueza, porque entiendo que los más maduros comprenderán que sus mejores profesores no son necesariamente aquellos que les dicen al oído solo lo que ellos quieren oír.

La maquinal y ya casi ciega rutina del paro, de la toma, de la marcha, daña la eficacia de esas mismas tres manifestaciones, y ni qué decir si los paros y las marchas desembocan en esa violencia de la que ningún actor se hace responsable. Porque en cuanto a las tomas, no es que puedan desembocar en violencia, son en sí mismas violencia. Violencia que ejerce un estamento universitario, y muchas veces apenas una minoría de ese estamento sobre los otros cuyos integrantes tienen en la universidad trabajos que hacer por los que no sienten ningún alivio ni menos placer al verse forzados a no realizarlos. Y en cuanto a la rutina generalizada y ya casi exasperante de las marchas y sus epílogos siempre repetidos, han caído en ella no solo los jóvenes que las organizan sin medida, sino también los mandos públicos que las autorizan a ojos cerrados, las universidades que conceden suspensión de clases cada vez que hay una de ellas, los ciudadanos que cruzan a la vereda de enfrente, y los carabineros que según su director general podrían estar inhibidos ante la figura de los encapuchados.

Decimos que la queremos gratuita y de calidad y, entretanto, seguimos dañando gravemente a la universidad. Entonces, la pregunta no es qué hacemos con la universidad -ya tendremos una legislación al respecto-, sino qué hacemos hoy en la universidad los que continuamos siendo parte de ella.