Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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1/07/2016

«Así es como funciona una democracia y solo cabe esperar que en sede legislativa se escuchen buenas razones, sin confundir los desacuerdos que puedan existir en materia de ideas con aquellos que se refieran únicamente a los intereses económicos en juego a propósito del nuevo sistema de financiamiento que se adopte para la educación superior».

Dentro de un par de días ingresará al Congreso Nacional el proyecto sobre educación superior. Comenzará así un extenso trámite que fue antecedido por un largo trabajo prelegislativo en el que fueron escuchados todos los actores vinculados al tema. Sin embargo, grupos estudiantiles y hasta de rectores afirman no haber sido escuchados, porque se ha vuelto ya una majadería que cualquier colectivo afirme no haber sido escuchado solo porque algunos de sus planteamientos y proposiciones no fueron aceptados a la hora de preparar un proyecto de ley o de aprobarlo.

A raíz del trabajo prelegislativo, el Gobierno acabó formándose un parecer acerca del mejor contenido para el proyecto y la palabra pasará ahora al Congreso, donde habrá una nueva oportunidad para que todos sean escuchados antes de que se adopten las decisiones finales. Así es como funciona una democracia y solo cabe esperar que en sede legislativa se escuchen buenas razones, sin confundir los desacuerdos que puedan existir en materia de ideas con aquellos que se refieran únicamente a los intereses económicos en juego a propósito del nuevo sistema de financiamiento que se adopte para la educación superior. No es sano para el debate de una iniciativa que discrepancias de intereses económicos de las instituciones sean presentadas ante la opinión pública como desacuerdos en el terreno de los principios y las ideas. No es que los intereses no deban existir -de hecho existen y son legítimos-, pero resulta abusivo escapar de la rudeza de la palabra «intereses» para refugiarse en la mejor prensa que tienen «ideas» y «principios».

Hay que decir también que el proyecto no fue redactado a partir de una página en blanco, sino de una extensamente escrita y hasta garabateada en el curso de los últimos 35 años. Fue a partir de 1981, dictadura y Chicago Boys mediante, que se instaló un «sistema» de educación superior -pongo entre comillas porque la palabra le queda grande- insuficientemente regulado y escasamente controlado, de manera que lo que ahora se trata de arreglar no es un terreno virgen en el que se pueda sembrar lo que se quiera, sino un espacio mal diseñado y peor desarrollado, en el que hay abundante maleza y no pocas plantas parásitas. La labor del Gobierno y del Congreso no es entonces la de un paisajista fundacional, sino la de un jardinero que tiene que vérselas con una especie de caos de plantas, arbustos y matorrales de muy distinta nobleza, frutos y tamaños, sin poder tomar las tijeras, y menos la retroexcavadora, para empezar todo de nuevo.

Por lo mismo, causa irritación que algunos ideólogos del actual «sistema» (desregulación, falta de controles e hipocresía ante el lucro en el caso de universidades que se fundaron como oportunidades de negocios para sus dueños y no como proyectos educativos para el país) pongan ahora el grito en el cielo solo porque un gobierno ha decidido hacerse cargo del pastel que tenemos. El discurso hegemónico de la autorregulación de la educación superior que tuvimos durante décadas, mal equilibrado entre el cinismo y la candidez y muy parecido al que padecimos también en otros ámbitos de los negocios y ni qué decir de la política y su relación con el dinero, no ha asumido su responsabilidad y se muestra sorprendido cuando hoy se trata de arreglar las cosas.

Me pregunto si no corresponde tener ahora una tregua en algunas de las expresiones más habituales de las movilizaciones estudiantiles -paros y tomas-, para instalar de ese modo las condiciones de un debate racional, crítico, paciente y constructivo del complejo articulado del proyecto sobre educación superior. Con establecimientos en toma o vacíos de estudiantes ese debate no será posible o perderá todo potencial persuasivo. No se trata de renunciar a las movilizaciones, sino de deponerlas mientras la iniciativa cumple sus primeros trámites legislativos, avivando la discusión en el Congreso, en los medios, en las redes sociales, en las asambleas universitarias, en vez de sepultarla en el silencio de aulas vacías (paros) o de locales a los que se impide el ingreso (tomas).
¿No debería promoverse un pacto en tal sentido, el amplio pacto que necesita hoy la educación superior, incluidos todos sus estamentos, para que lo que se visibilice sean ideas y no sillas universitarias empotradas en las rejas de establecimientos en toma?