Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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9/09/2016

«En parte el rechazo o la indiferencia ante la filosofía han sido causados por los propios filósofos, por sus presumidas abstracciones, por el uso de un lenguaje inaccesible para la mayoría, por la tendencia a ver problemas allí donde no los hay…».

Una de las características de la filosofía es que despierta reacciones tan intensas como contrapuestas de parte de quienes no son filósofos, de franca admiración en algunos (los menos) y de completo rechazo (los más). Jorge Millas ofrecía un muy buen ejemplo al respecto: la antigüedad griega veneró a uno de sus filósofos, Platón, como si se tratara de una criatura semidivina, pero no vaciló en condenar a muerte al más íntegro de ellos: Sócrates.

Con todo, en los tiempos que corren podría estarle ocurriendo a la filosofía algo peor que el rechazo: la indiferencia. Ante la filosofía la mayoría no reacciona hoy con intensidad, sino que más bien se encoge de hombros, como si no entendiera de qué se trata o como si nada pudiera esperarse de ella. El rechazo que puede tener hoy la filosofía tampoco se expresa en condenas a muerte -cuando más en la quema de libros que organizan las dictaduras de todos los signos-, sino en el desdén que aparece cada vez que en una conversación alguien intenta pensar más a fondo que el resto. «Déjate de filosofar», reaccionan los contertulios en tales circunstancias.

Jorge Millas decía que filosofar es pensar «hasta» el límite de nuestras posibilidades, aunque quedaría mejor «hacia» el límite, puesto que nunca lo alcanzaremos del todo. Y, claro, y sea hasta el límite o solo hacia el límite, ¿quién quiere pensar de ese modo en los tiempos que corren, o en cualquiera? ¿Quién quiere hacerse problemas? La filosofía, lo mismo que la poesía, ha sido siempre minoritaria, una actividad que muy pocos escogen a la hora de decidir qué hacer en la vida, salvo que uno aceptara el planteamiento de Karl Popper acerca de que todos somos filósofos. ¿Todos? Sí, todos, respondía él, porque todos nos hacemos preguntas filosóficas; por ejemplo, ¿cuál es el sentido de la vida humana sobre la tierra?, ¿qué es el bien y qué debemos hacer para realizarlo?, ¿deberíamos comportarnos como hermanos, aunque no lo seamos ni en el sentido biológico ni teológico de la palabra?

En parte el rechazo o la indiferencia ante la filosofía han sido causados por los propios filósofos, por sus presumidas abstracciones, por el uso de un lenguaje inaccesible para la mayoría, por la tendencia a ver problemas allí donde no los hay, por no ponerse de acuerdo acerca de cuál es el objeto de la filosofía y cuáles las preguntas que le corresponde formular, por hacer nudos antes que desatarlos, y -vaya paradoja- porque algunos filósofos han decretado la muerte de la filosofía, así sigan cobrando sueldo en los departamentos de filosofía de sus respectivas universidades. Uno de los tantos funerales de nuestra pobremente llamada «posmodernidad» (¿tan poco sabemos acerca del tiempo que nos toca vivir que a la hora de darle un nombre solo atinamos a escoger uno que todo lo que dice es que viene después de otro, la modernidad?) es el que algunos han organizado para la filosofía. Muerte de Dios, muerte de la razón, muerte de la modernidad, muerte del arte, muerte de las ideologías, muerte de la política, muerte de la democracia, muerte también de la filosofía. Tantas muertes, tantos sepelios sin antes asegurarnos de qué es realmente lo que estaríamos enterrando. Pero dale con el prefijo «post», como si todo hubiera quedado ya en el pasado, una moda que va raramente de la mano con el abuso del prefijo «neo», como si nos moviéramos perpetuamente entre la morgue y el pabellón de maternidad.

La filosofía no debería desaparecer de nuestra enseñanza media ni ser subsumida en la asignatura más estrecha de la ciudadanía. Importante y todo, «ciudadanía» es menos que «filosofía», y mal podría esta formar parte de aquella. Sin embargo, para salvar a la filosofía habrá que luchar contra el espíritu de nuestra época, que ha reducido la educación a capacitación, a simple preparación para ejercer oficios y conseguir puestos de trabajo. Viviríamos para educarnos (de allí la tiranía de la educación continua), nos educaríamos solo para conseguir trabajo, y trabajaríamos únicamente para producir ingresos y hacer más rico al país en que vivimos.

Planteamientos tan empobrecedores y populares como esos son hoy el verdadero enemigo de la filosofía.