Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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4/11/2016

«Por qué a los creyentes no les basta con creer en Dios y tienen en su mayoría que confesarse de una religión determinada, hacerse fieles de una iglesia en particular, e incluso apuntarse a alguna de las congregaciones…».

Vengo de estar en una reunión con un grupo de teólogos, y es claro que si participé en ella, no fue desde el conocimiento, sino desde la experiencia. Desde la experiencia, digo, porque no hay nadie que carezca de alguna en el ámbito religioso, cualquiera haya sido el final que ella pudo tener.

La teología no es solo una actividad, y, al menos para quienes la practican, constituye también un saber, un saber acerca de Dios, o, cuando menos, un pensamiento sobre Dios, algo imposible para un ateo, porque este niega que exista aquello sobre lo que se quiere saber o pensar. Sin embargo, un ateo puede pensar perfectamente sobre la idea de Dios que hombres y mujeres han forjado desde tiempos inmemoriales y que una gran mayoría mantiene hasta hoy. La idea acerca de la existencia de dioses debe haber encajado muy temprano en el cerebro humano. ¿Qué otra explicación podía pedirse al hombre primitivo, profundamente confundido ante el rayo, la lluvia, el sol, la sucesión de las estaciones y, sobre todo, ante la inquietante conciencia de su propia finitud, origen esta del anhelo de una vida eterna posterior a nuestra breve y perecedera existencia?

Compartíamos en aquella reunión una pregunta, a saber, por qué a los creyentes no les bastaba con creer en Dios y tienen en su mayoría que confesarse de una religión determinada (por ejemplo, el cristianismo), hacerse fieles de una iglesia en particular (por ejemplo, la Católica), e incluso apuntarse a alguna de las prelaturas o congregaciones de una misma iglesia (por ejemplo, el Opus Dei o los Legionarios de Cristo).

Decía a mis anfitriones que ese fenómeno podía ser representado con la figura de un embudo: la parte más alta y ancha de este sería la creencia en Dios, más abajo vendría el credo de una religión, todavía más abajo la pertenencia a una iglesia determinada y, ya en el extremo inferior y más estrecho de la figura, las devociones antes aludidas.

Entonces, ¿no debería la teología quedarse en la parte más alta y ancha del embudo, esto es, pensar en lo que piensa -Dios- , pero en su dimensión más amplia y no de la manera partisana en que lo hace cuando se mueve en el marco más estrecho de una religión o de una iglesia? No quiero banalizar el asunto, pero acepten por favor esta comparación: si vamos a pensar sobre el fútbol, ¿por qué no hacerlo en general, en grande, y no en la expresión más acotada que este tiene en las diferentes ligas que hay en los países ni en la de uno determinado de los clubes de una de las ligas en particular? Un pensamiento amateur sobre el fútbol, no uno institucionalizado; del mismo modo, un pensamiento amateur sobre Dios, no institucionalizado.

Hicimos ver también que en cuanto a la relación entre Estado y religión hay cuatro alternativas posibles: la del Estado confesional que adopta una religión oficial y la prefiere a las restantes; la del Estado religioso, que es aquel que sin adoptar una como oficial, apoya por igual a todas las religiones por entender que constituyen un bien para los individuos y para la sociedad; la del Estado laico, que no adopta una religión oficial ni apoya indiscriminadamente a todas las religiones, que tampoco las combate, y que se comporta de manera neutral ante el fenómeno religioso y la expresión que este tiene en distintos credos e iglesias; y la del Estado antirreligioso, que considera a las religiones como un mal y pretende acabar con ellas. Chile es un Estado laico y, por tanto, no prohíbe a Dios en el espacio público, pero debe prescindir de él en sus actividades oficiales.

Algún lector podría pensar que nos peleamos en esa reunión, pero nada de eso ocurrió. El encuentro transcurrió de manera respetuosa, franca, cordial. Nos despedimos con apretones de manos y salí de allí con una caja de chocolates, regalo de los anfitriones. Caminé luego hasta la estación del metro con la sensación de que habíamos tenido una buena y tranquila conversación, igual a esas que ocurren junto al fuego, en horas de la noche, y cuyo valor no se mide por quién haya dominado la plática o conseguido imponer un punto de vista.