Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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2/12/2016

«El doble estándar es doble moral: una leve para mí y otra draconiana para el resto. Una vara bajita para mí y bien alta para los demás. Una pajita en el ojo propio y una viga en el ajeno…».

Políticos y ciudadanos compartimos un defecto que la muerte de Fidel Castro ha puesto otra vez de manifiesto: el doble estándar. No me refiero a todos los políticos, desde luego, ni tampoco a todos los ciudadanos, pero sí a una buena parte de ellos. Y el doble estándar consiste en que políticos y ciudadanos de derecha nos recuerdan hoy con indignación y energía cómo el régimen de Castro atropelló los derechos humanos de su pueblo, en circunstancias de que apoyaron aquí una violación semejante durante los 17 años que duró nuestra dictadura militar, mientras que los de izquierda, que padecieron y condenan con igual indignación y energía los atropellos de esta última, celebran o cuando menos justifican las acciones contrarias a tales derechos que en la isla caribeña datan desde hace ya más de medio siglo. Estos últimos se ufanan de que el régimen de Castro haya hecho progresos en materia de derechos sociales -especialmente en cuanto a educación y atención sanitaria-, pero pasan por alto el atropello de las libertades personales y los derechos políticos de los cubanos, mientras que los primeros se vanaglorian hasta hoy de las modernizaciones del régimen de Pinochet y omiten toda referencia al hecho de que hayan sido realizadas en el marco de una masiva y sistemática violación de esas mismas libertades y derechos políticos, y, como si fuera poco, también de los derechos sociales de la población chilena.

Doble estándar, entonces. Doble estándar puro y duro, una práctica que contagió hace ya tiempo a una parte no menor de nuestros políticos y ciudadanos, tanto de uno como de otro lado del espectro político, y que, con justificada razón, molesta y desazona a aquellos que en este caso condenan a ambas dictaduras -la chilena y la cubana- y que denuncian por igual los atropellos a los derechos humanos de una y de otra.

Las dictaduras, cualquiera sea su signo y la ideología que impongan, se parecen mucho entre sí. En ellas, la democracia sale del escenario y lo que entra es un general vestido con uniforme regular o verde oliva -para el caso da lo mismo- que desenfunda su pistola, la pone sobre la mesa y declara terminada toda discusión. Por otra parte, el «contexto» suele ser la excusa preferida de las dictaduras, como si algo así como el contexto, sea este nacional o internacional, debiera tener siempre el efecto de suspender todo juicio moral acerca de los regímenes políticos. «Hay que entender el régimen de Pinochet en el contexto histórico del momento», han clamado durante años los partidarios del general, y algo exactamente igual se escucha decir en estos días a los que continúan apoyando a la dinastía nacional/comunista/familiar en que devino la celebrada revolución cubana de 1959. El contexto de la guerra fría y de la amenaza comunista interna y externa en el caso de Pinochet, y un igual contexto de guerra fría y embargo económico en el de Fidel. El contexto, siempre el contexto, pero que solo vale para entender y justificar la dictadura que se aprueba, mas no aquella que se rechaza. Entretanto, quienes no entran en ese doble juego del contexto observan desconsolados el hecho de que las dictaduras parezcan buenas si gobiernan en nombre de las ideas e intereses que uno suscribe y malas cuando lo hacen en nombre de ideas e intereses opuestos a los propios.

No se puede justificar la violación de los derechos personales y políticos de las personas en nombre de que ha mejorado la situación de los derechos sociales, ni menos se puede justificar el atropello de esas tres clases de derechos en nombre de la modernización económica de un país. Y en cuanto a la democracia, debe ser preferida así, solita, y no en alguna de las pintorescas versiones que dictadores de diversos signos han propuesto para ella: democracia popular, democracia protegida, democracia orgánica, democracia autoritaria, y así.

El doble estándar es doble moral: una leve para mí y otra draconiana para el resto. Una vara bajita para mí y bien alta para los demás. Una pajita en el ojo propio y una viga en el ajeno. El doble estándar es una moral hipócrita, e hipócrita es aquella persona que aplica a otros el estándar que rehúsa aplicarse a sí misma.