Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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24/02/2017

«Lo que se acaba cuando cierra un bar o un café es lo mismo que había sido inaugurado en el feliz momento de su apertura: un lugar para el encuentro y la conversación, un sitio que sumar a las rutinas que liberan de la carga de tomar decisiones cada vez que salimos de casa…».

Valparaíso fue nuevamente noticia nacional, pero esta vez no por un incendio. Tampoco por una tempestad o un naufragio. Lo fue por el cierre de un bar, el Antiguo Bar Inglés, ese largo corredor sin ventanas con salida a dos calles, Blanco y Cochrane, y cuya penumbra acogía a los que entraban allí a comer algo, a beber, a jugar dominó, a charlar, a contarse algo de sus días.

Alguien podría encogerse de hombros y decir que se trata solo de un bar y que en Valparaíso tenemos cosas más importantes que lamentar. Sí, las tenemos, pero lo que se acaba cuando cierra un bar o un café es lo mismo que había sido inaugurado en el feliz momento de su apertura: un lugar para el encuentro y la conversación, un sitio que sumar a las rutinas que liberan de la carga de tomar decisiones cada vez que salimos de casa.

Bares y cafés son sitios de acogida, lugares que reconocemos y donde somos reconocidos. Refugios donde poner la mente en blanco y en los que se puede observar en paz los calculados desplazamientos de los mozos y las acciones expertas del barman que bate cócteles detrás de la barra. A los bares se entra tanto para estar solos como para estar con otros, con otros con los que habitualmente no se habla, puesto que muchas veces lo que queremos es hablar con nosotros mismos y escuchar allí con mayor claridad nuestras propias voces interiores.

La barra del Antiguo Bar Inglés tiene 16 metros de largo. En ella cabe una muchedumbre. Por su superficie ruedan los dados de los jugadores de cacho, mientras los de los contendientes del dudo son examinados con prolongada atención antes de declarar lo que se tiene o finge tener. Hasta hace algunas décadas ninguno de esos juegos era posible en la barra ocupada entonces por platos y fuentes con una impresionante variedad de canapés que los parroquianos tomaban con libertad y declaraban luego con honradez a la hora de efectuar el pago. Detrás de la barra, los vasos de cada uno de los clientes, marcados con sus nombres, sin que nunca se haya sabido de un error al momento en que el barman cogía uno de ellos. Nostalgia, podrán acusar algunos, pura nostalgia, y lo que me pregunto es qué se puede tener contra la nostalgia, ese sentimiento virtuoso que consiste en dar valor a las cosas buenas que tuvimos en el pasado. Y si las tres primeras frases de este párrafo están en tiempo presente, como si nada hubiera pasado con el Bar Inglés, es porque aliento la esperanza de que reabra algún día bajo una nueva administración. Por ahora demos al Bar Inglés por cerrado, mas no por perdido.

Uno de los afanes de la existencia, una de las tareas a cumplir para dar sentido a la vida, es descubrir cuáles son nuestros lugares sagrados, aquellos a los que necesitamos volver constantemente para encontrarnos con nosotros mismos. En mi caso son los bares, los cafés, los estadios, el hipódromo, las salas de cine, las librerías, los templos vacíos. No digo que sean los mejores ni los más recomendables, sino simplemente los míos. No incluyo, por ejemplo, a los museos ni tampoco a las grandes catedrales que permanecen abiertas solo para permitir la entrada de turistas con sus ávidas cámaras fotográficas. Tampoco menciono los clubes sociales ni las agrupaciones políticas. Si un club tiene algún valor, es en el bar y no en el salón donde se llevan a cabo las reuniones de socios, y si un partido político también lo tiene, es únicamente en el momento en que se levanta la sesión y los camaradas parten a un bar y empiezan a decirse la verdad.

La mejor descripción de un lugar sagrado es la que W. G. Sebald hizo de la Sala de Lectura de los Marineros de la Bahía de Southwold. El lugar abre todos los días a las siete de la mañana para acoger a los pescadores y navegantes sin hogar que viven en las cercanías. Llegados allí se sientan en sillas de alto respaldo y dejan pasar el tiempo hasta que se retiran poco antes de medianoche. Pueden escribir cartas, charlar, tomar nota de sus recuerdos, jugar una partida de billar o mirar cómo durante las tardes de invierno el mar rompe contra el desolado paseo de la costa.