Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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24/03/2017

«Todos necesitamos pagar el dividendo, es decir, incurrir en gastos para los que requerimos producir ingresos. Más allá de eso, todos queremos darnos algunos gustos y tenemos que reunir el dinero para ello…».

Llamamos virtudes a los hábitos de bien y vicios a los de mal. Vicios y virtudes se adquieren por repetición de actos virtuosos o viciosos. No basta con que alguien fume una que otra vez para que podamos decir que tiene el vicio de fumar; tampoco basta con que un individuo lleve a cabo un solo acto de justicia para que podamos decir que es justo. Vicios y virtudes precisan de cierta constancia, de perseverar en un tipo de conducta que consideramos negativa en el caso de los primeros y positiva en el de las segundas. Ni vicios ni virtudes son golondrinas que hagan verano. Los vicios y virtudes de nuestro carácter se forman por bandadas de golondrinas.

La ambición puede ser considerada como virtud y la codicia como vicio. La ambición es el fervor que ponemos para conseguir las cosas buenas que nos interesan, mientras que la codicia consiste en el impulso irrefrenable por ganar y acumular dinero en una cantidad muchísimo mayor a la que podamos necesitar hoy e incluso hasta varias generaciones de nuestros descendientes. Virtuosa la ambición, porque sin ella nadie se movería para alcanzar metas de satisfacción personal y posible beneficio social, y viciosa la codicia por cuanto la búsqueda frenética y la desesperada acumulación de riqueza como meta principal de la vida transforma a las personas en esclavas de ese deseo y las hace jugar al borde de las reglas, cuando no transgredirlas abiertamente. Todos sabemos que, además de las de carácter legal, hay también pautas éticas que, según la actividad de que se trate, no deberían ser sobrepasadas. Un médico, un abogado, un juez, un periodista, un empresario, un político, todos ellos saben que hay normas jurídicas que observar, y cuentan también con que hay pautas éticas que no deben transgredir. Buena parte del prestigio de esas ocupaciones depende del cumplimiento de uno y otro tipo de reglas, y ya va siendo hora de que a las infracciones de tipo jurídico las llamemos delitos y no errores, y que, asimismo, empecemos a llamar faltas a la ética a aquellas que los infractores de esta última se empecinan en presentar solo como desprolijidades.

La codicia es fea cosa, y peor cuando en su nombre alguien se carga reglas jurídicas o morales. La codicia es ávida, ávida de dinero, y toda manifestación de avidez, incontrolable para el que la lleva a cabo, resulta muy inconfortable para los que la presencian y ni qué decir para aquellos que la padecen. Piense usted en alguien que come con avidez: se atropella, se atora, no habla, ni siquiera levanta la vista hacia ninguno de los demás comensales. Toda su satisfacción parece no hallarse en el gusto por lo que ingiere, sino en la cantidad de lo que se lleva a la boca y la rapidez con que pasa de una cucharada a la siguiente. Vaya usted a uno de esos restaurantes de tenedor libre y verá circulando una buena cantidad de individuos ávidos por comer y satisfechos porque lo están haciendo por poco dinero.

Pero ojo: la codicia no es lo mismo que la avaricia. El avaro conserva con obstinación, mientras que el codicioso incrementa con similar empeño. El avaro mantiene con llave el cofre de sus riquezas y observa hechizado su interior por el ojo de la cerradura, mientras que el codicioso lo abre a cada instante para meter más y más cosas en él. Nadie niega que un codicioso pueda ser también avaro. Doble falta, diríamos en tal caso, igual que en el tenis, y resulta difícil saber cuál de las dos es peor.

Todos necesitamos pagar el dividendo, es decir, incurrir en gastos para los que requerimos producir ingresos. Más allá de eso, todos queremos darnos algunos gustos y tenemos que reunir el dinero para ello. Hasta ahí todo bien. Pero hay que empezar a preocuparse cuando alguien, una persona o una organización, sobre todo si actúan en el terreno político o religioso, transforman al dinero en una obsesión compulsiva. Tratándose de la política, se supone que es una actividad que tiene que ver con el bien general y no con los negocios y las ventajas propias, mientras que en el caso de la religión la sobriedad tendría que ser parte inseparable de ella.

Si la codicia es fea cosa, peor es la rapacidad. Esta es ya codicia llevada al extremo del descontrol y perjuicio de los demás. De manera que si alguien se echó en brazos de la codicia, debería tener cuidado de no terminar acostándose con la aún más fea rapacidad.