Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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1/12/2017

La única cura que se me ocurre para ese vicio, para ese mal hábito, sería tratar de ejercitarnos en la virtud, es decir, en un buen hábito, que en este caso sería la falibilidad.

Tener siempre razón, tener incluso «la» razón, estar invariablemente en lo cierto, tener continuamente la percepción e interpretación correcta de los hechos, vivir incluso instalados en la verdad como si esta se hubiera desposado con alguno de nosotros para toda la vida: he ahí distintas pero parecidas maneras de aludir a algo que nos pasa a todos, aunque de manera muy especial a los líderes de opinión, a los actores políticos, a los «encuestadores» que van por ahí registrando el fugaz estado de ánimo de las 200 personas que contestan su llamado telefónico, y, desde luego, a quienes nos gusta participar en los debates públicos que son propios de toda sociedad democrática. Un defecto, sin duda, un defecto muy extendido y también muy reiterado por quienes lo padecen (padecemos); un vicio, entonces, un auténtico vicio, es decir, un hábito reprobable y del que muy pocos sienten necesidad de curarse y ni siquiera de reconocerlo.

Algo como eso es lo que más hemos visto después de la primera vuelta presidencial y de las elecciones parlamentarias de hace 15 días. Impresiona comprobar cómo nadie trata realmente de reflexionar y entender lo que pasó, prefiriendo aferrarse a las ideas, cálculos y planteamientos que expresó antes de la contienda del 19 de noviembre. Eso a lo menos en público, porque este es el espacio en que actúan las cuatro categorías de individuos que mencionamos antes, aunque tal vez en privado, solos consigo mismos, en la intimidad que proveen la familia, los amigos o los más cercanos compañeros de trabajo, reconozcan sus errores y los diagnósticos equivocados en que incurrieron (incurrimos) antes de esa contienda. Pero tampoco me hago muchas ilusiones en este sentido. La tozudez, una ardiente tozudez, la cerrada obstinación consigo mismo y las propias ideas, la machacona porfía, son defectos difíciles de superar, e incluso simplemente de manejar, de manera que es probable que, incluso en privado, en vez de aprender las lecciones que dicta la realidad, nos dediquemos con el máximo empecinamiento a ver cómo acomodamos esta a los prejuicios que teníamos acerca de ella y que no queremos cambiar por ningún motivo, no vaya a ser cosa que por reconocer errores perdamos la confianza en nosotros mismos y la credibilidad que nos dispensan nuestros semejantes Los editorialistas de diarios y revistas suelen caer también en este vicio, aunque protegidos por la falta de firma en las tajantes afirmaciones que puedan haber hecho antes de que la realidad les sonriera irónicamente en la cara.

La única cura que se me ocurre para ese vicio, para ese mal hábito, sería tratar de ejercitarnos en la virtud, es decir, en un buen hábito, que en este caso sería la falibilidad, la conciencia de la propia falibilidad y no solo de la ajena, o sea, contar con que creer sinceramente que no estamos equivocados puede ir de la mano con admitir al menos la posibilidad de estarlo. Esa es, precisamente, la diferencia entre un falible y un dogmático: este último cree también no estar equivocado, pero no admite siquiera la posibilidad de estarlo. El falible no es tampoco un escéptico que niegue toda posibilidad a la verdad; solo que, creyendo tenerla, admite su posibilidad de errar y, aún más, acepta que lo que llamamos de ese modo -verdad- es siempre el resultado de una búsqueda colaborativa. Colaborativa no con los que piensan igual a uno, sino todo lo contrario: una búsqueda que pasa por la interlocución racional, abierta, leal, de buena fe, con aquellos que no piensan como nosotros.

Pero se necesita algo más que conciencia de la propia falibilidad. Se requiere de una virtud todavía más difícil: la humildad. La dificilísima humildad no solo para admitir la falibilidad desde un principio, sino para reconocer, llegado el momento, que estábamos equivocados o, al menos, que no teníamos todas las piezas del rompecabezas en nuestras manos. La humildad, que es lo contrario de la jactancia, consiste en amar más la verdad que a uno mismo, o sea, como decía Spinoza, es «una tristeza nacida de la consideración que el hombre tiene de su impotencia y de su debilidad», de un saludable estado de ánimo a la baja que nos resguarda del pecado de orgullo.