Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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23/03/2018

«No se puede estar durante cuatro años arrancándose los cabellos, con los ojos inyectados de sangre, solo porque las ideas de uno no están en el gobierno».

La política nunca tiene buen semblante. Ella se relaciona con el poder, con buscarlo, con ejercerlo, con incrementarlo, con conservarlo, con recuperarlo. Para eso se hace política, y de allí que esta no pueda lucir nunca bien, salvo en uno que otro momento estelar de la historia de los países, como cuando haciendo política y no empuñando fusiles se sacó a Pinochet de La Moneda (aunque no del poder). Si uno descorre el velo que cubre la política encontrará siempre la cara grotesca del poder. Así son las cosas y no sacamos nada con contarnos cuentos acerca de que consisten en algo diferente. Por eso es que la democracia viene en nuestro auxilio y fija reglas bien precisas acerca de cómo ganar, ejercer, conservar y recuperar el poder -y también cómo limitarlo-, garantizando que todo eso ocurrirá de manera pacífica, sin dejarlo entregado a la ley del más fuerte. La política democrática es la continuación de la guerra por medios pacíficos; si no enfrenta amigos con enemigos, sí lo hace con partidarios y adversarios.

Si la política tiene siempre mal semblante, el peor de sus rostros aparece en las campañas electorales. Lo acabamos de ver en Chile. Lo comprobamos también en las primarias estadounidenses y en el posterior enfrentamiento Trump-Clinton. En las campañas todos quieren ganar, y ganarle a quien sea, al adversario, desde luego, pero también al compañero de ruta, y para eso todo vale. Todo menos la fuerza (salvo la del dinero, claro está), y es por eso que resulta mejor que la política, por mal que ande en cuanto a calidad, no salga nunca del escenario, puesto que cuando lo hace quien entra es un general vestido con uniforme regular o verde oliva -para el caso da lo mismo- que pone su pistola sobre la mesa y declara terminada la discusión.

La sobriedad no es una virtud frecuente en la política. Se podría decir, incluso, que resulta incompatible con ella. La templanza, la moderación, el pudor, brillan allí por su ausencia. Así como en los juegos se dice que el que pestañea pierde, en política el moderado pierde. La política es una actividad de lobos, no de corderos. A individuos reconocidamente sobrios suele aconsejárseles que se dediquen a cualquier cosa, menos a la política; por ejemplo, al análisis político o al periodismo de opinión, aunque estos últimos tampoco son garantía de sobriedad.

Si algo faltó durante el gobierno recientemente concluido fue sobriedad, y eso tanto entre los actores políticos como en la mayoría de los analistas. Los ejemplos abundan: pensemos en aquel senador que comparó con una retroexcavadora -es decir, con la revolución- al gobierno solo transformador de Bachelet, o en el majadero discurso de la oposición acusando a un gobierno de ese tipo de querer refundar el país solo porque hacía una reforma tributaria, unos pocos ajustes a la legislación laboral, terminaba con el sistema binominal, propiciaba una limitada ley de despenalización del aborto, y daba inicio a un público y pausado proceso constituyente. Por su parte, ¿cuántos analistas políticos perdieron (¿perdimos?) totalmente la compostura -y, lo peor, la lucidez- a la hora tanto de defender al gobierno de Bachelet como de criticarlo?

Una exasperación con rasgos de histeria y mezquindad se apoderó de muchos de ellos, especialmente de los críticos que anunciaron el apocalipsis de la nación chilena, o sea, el más completo desastre político, económico y social, tanto como el de Venezuela. Ahora, con el triunfo de su sector, esos críticos respiran tranquilos. Con la elección de Piñera, los dioses habrían suspendido el decreto de hecatombe con que nuestro país estuvo amenazado los últimos cuatro años. Pero el riesgo es que a partir de este momento, desde el otro bando, cundan la misma exasperación y pequeñez y empiece a analizarse al país y al nuevo gobierno como si estuviéramos otra vez camino hacia el caos, ahora no económico, sino social.

Resulta ingenuo pedir sobriedad a la política, pero no demandarla del análisis político. Ojalá recuperáramos algo de mesura en la política y, sobre todo, en el examen de ella, aunque sin renunciar a la crítica directa, clara, independiente y enérgica. No se puede estar durante cuatro años arrancándose los cabellos, con los ojos inyectados de sangre y el ánimo por los suelos, solo porque las ideas de uno no están en el gobierno.