Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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7/09/2018

«Para nuestra mejor comprensión de la democracia, lo que necesitamos no es un museo, sino educación».

Decíamos en una columna anterior que todos creemos saber acerca de los derechos humanos, aunque muchas veces ese conocimiento no pasa de tener alguna conciencia de que son importantes y de que en Chile fueron violados de manera prolongada, masiva y sistemática por agentes del Estado entrenados y financiados con ese fin en el período comprendido entre 1973 y 1990.

Algo parecido ocurre con la democracia. La consideramos importante, no estamos dispuestos a renunciar a ella, la queremos lo más extendida posible, advertimos su estrecha relación con los derechos humanos, pero solemos desconocer no poco de su historia, de su concepto, de sus características, lo cual no impide que en los tiempos que corren abunden las críticas por sus promesas incumplidas, por la corrupción de muchos de los agentes políticos de las sociedades democráticas, y por la decepción que todo eso causa en ciudadanos que se niegan a participar en las elecciones de representantes en el gobierno central y en los gobiernos regionales y comunales. Tanto es así que ya casi no se habla de crisis de la democracia, sino de algo mucho más inquietante: decadencia e, incluso, posible colapso de ella.

«Derechos humanos», «democracia»: he ahí dos expresiones que reputamos importantes, pero de las que sabemos generalmente poco. Lo mismo pasa con «libertad», con «igualdad», con «fraternidad», palabras que están en la boca de todos, pero sin que nos detengamos a pensar en lo que queremos decir con ellas. Más bien reaccionamos cuando se las pasa a llevar, es decir, damos curso muy a menudo a la vía negativa, a la protesta contra las violaciones a los derechos humanos, al reclamo por la falta de democracia, a la desaprobación de las desigualdades, a la condena de todo atentado contra la libertad, y al reproche social en presencia de actitudes insolidarias. Todo eso está muy bien, pero lo que necesitamos profundizar es la vía positiva, esto es, la educación en conceptos y en valores como los antes mencionados, partiendo por la formación de los jóvenes y sin contentarnos con un tardío curso de educación cívica que se parece más a un saludo a la bandera que a un auténtico compromiso.

Los propios ciudadanos tenemos responsabilidad en nuestras lagunas acerca de conceptos como esos. ¿Cuánto utilizamos la red para familiarizarnos más con ellos? ¿Ponemos tales palabras en Google o en YouTube? ¿Buscamos allí textos o conferencias que nos las expliquen? ¿Entramos alguna vez a una librería para preguntar qué nuevos libros han aparecido sobre la materia? Poco, muy poco, como si estuviéramos esperando a que alguien tocara el timbre de nuestra casa y se sentara a ilustrarnos sobre el asunto, supliendo de esa muy improbable manera el escaso esfuerzo que realizamos para enterarnos por nosotros mismos. Con tantísima información disponible, hacemos poco o nada por acceder a ella y seguimos hablando de derechos humanos, de democracia, de libertad, de igualdad, de solidaridad, como si todos supiéramos perfectamente qué es lo que hay detrás de tan nobles palabras.

Para nuestra mejor comprensión de la democracia, para saber acerca de su historia, para obtener conocimiento de qué fue en la antigüedad y qué pasó a ser luego en la época moderna, para calibrar qué es lo que podemos esperar de ella y qué nos es posible demandarle, para formarnos un juicio acerca de su situación en Chile y en el mundo, lo que necesitamos no es un museo, sino educación, algo difícil de lograr cuando esta ha sido reducida a mera capacitación laboral, a una suerte de entrenamiento para la productividad y el crecimiento económico. Si la educación superior se ha degradado en precalentamiento laboral, o sea, en preparación de los trabajadores y profesionales que requieren las empresas, ¿qué posibilidad tenemos de una buena educación en los conceptos antes señalados?

Si no somos solo «homo politicus», menos somos solo «homo economicus». Pero los tiempos que corren nos tienen convencidos de que lo único que importa es la producción y el consumo. Productores, vendedores, consumidores: de eso se trata todo, y esperar algo diferente nos expone a ser considerados ingenuos, desubicados, utópicos.

Finalmente, ¿no resulta extraño que entre quienes respaldan hoy la idea de un museo de la democracia haya tantísimos que apoyaron una dictadura de 17 años, validaron una Constitución no democrática en 1980 y quisieron prolongar 8 años más la permanencia del dictador en La Moneda al votar «Sí» en el plebiscito de 1988?