Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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5/10/2018

«Claro resulta que nuestra reconciliación no ha concluido (¿podría concluir alguna vez?), aunque la transición finalizó hace rato».

Durante décadas hemos hablado mucho de reconciliación -lo más difícil- y menos de transición (más a la mano), aunque esta última nos ha costado lo suyo. Ha sido una transición pacífica, pero lenta, lentísima, pactada en exceso, con el exdictador como cabeza del Ejército durante los primeros siete años de ella, y retardada una y otra vez por las fuerzas políticas que apoyaron a la dictadura y que con la Constitución de 1980 se aseguraron
de jugar con ventaja a partir de las elecciones parlamentarias de 1989, hasta que llegaron las reformas constitucionales de 2005 -así de tarde-, consentidas por esas mismas fuerzas justo en el momento en que la antidemocrática institución de los senadores designados -que formaban el 20% del Senado- empezó a jugarle en contra.

La derecha chilena que apoyó a Pinochet -casi toda- dio sus votos para la reforma constitucional de 2005 no a partir de una conversión a la idea de una democracia en forma que sustituyera a aquella groseramente limitada que tuvimos entre 1990 y aquel año, sino por conveniencia de su sector que ya no podría controlar las fuentes de nominación de los senadores designados. Tratemos o no de ocultarlo, lo que tuvimos, igual que la dictadura, fue una transición cívico-militar-empresarial.

Sé que hay personas con altura de miras que podrían reprobar el tono que está tomando esta columna. Yo también procuro alcanzar esa altura, mas no al precio de la memoria, y si recuerdo hoy los hechos antes relatados no es para tocarle la oreja a nadie. Lo hago solo para destacar la importancia del triunfo del «No» en el plebiscito de 1988, un triunfo que el dictador, atrincherado en La Moneda la noche del 5 de octubre de ese año, quiso desconocer y sacar el Ejército a la calle para reprimir una imaginaria revuelta popular, encontrándose con la negativa de dos de los jefes militares que formaban parte del entonces Poder Legislativo de cuatro miembros que tenía el país.
«Nunca es triste la verdad -canta Joan Manuel Serrat-, lo que no tiene es remedio».

Todo lo anterior es pasado, claro está, como claro resulta también que nuestra reconciliación no ha concluido (¿podría concluir alguna vez?), aunque la transición finalizó hace rato. Digo reconciliación como un estado que concierne a los espíritus y digo transición como el proceso institucional de pasar de un régimen no democrático a uno que sí lo sea, y esto con independencia de lo que ocurra en el corazón de sus actores principales y de los ciudadanos en general. A mí, tengo que decirlo, me ha parecido siempre más importante la transición que la reconciliación, puesto que si la primera fue larguísima (todavía vivimos con la Constitución de 1980), bien podemos imaginarnos el tiempo aún mayor que tomará la segunda. ¿Y saben por qué? Porque la mayoría de quienes apoyaron el golpe de Estado de 1973, dieron apoyo a la dictadura durante 17 años y quisieron mantener a Pinochet en La Moneda ocho años más, siguen convencidos, aunque lo callen en público, de que el golpe era inevitable, que la dictadura no fue tal, sino un gobierno modernizador, que se trataba de ellos o de los partidarios de la Unidad Popular, que orden y propiedad son más importantes que la libertad, y que lo mejor después de Pinochet sería continuar atados a la Constitución que este impuso por medio de uno de los típicos plebiscitos que hacen los dictadores de cualquier signo: sin registros electorales, sin partidos políticos, sin prensa libre, sin apoderados opositores en las mesas de sufragios.

Alguien dirá que ese cuadro resulta demasiado pesimista. Pero vean ustedes la polémica que tuvimos acerca del Museo de la Memoria, en la que la casi totalidad de los políticos de derecha terminaron admitiendo, recién ahora, que ni siquiera sabían de qué iban los museos de la memoria en Chile y en el mundo, lo cual no les impidió denostar al nuestro durante 10 años. Pero hay que ser justos: en la derecha ha surgido una todavía exigua generación joven, tanto de políticos como de intelectuales, que han tomado distancia del régimen de Pinochet, y que, lo mismo que la mayor parte de nuestra izquierda, está convencida de que la democracia -una democracia en forma y no a medias- es por lejos la mejor y más decente de las formas de gobierno.

Valoración incondicional de la democracia y de los derechos humanos: ¿Qué más reconciliación que esa?