Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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14/11/2018

«Nuestra élite y nuestros políticos, que tanto recelan de razonables modalidades de democracia directa, se fascinan con las encuestas y sondeos de opinión».

¿Qué miden hoy las encuestas, en particular aquellas que se reducen a unos cuantos centenares de llamados telefónicos que lo único que registran es el estado de ánimo de quienes contestan la llamada?
Ese tipo de encuestas no registran convicciones. Tampoco opiniones. Ni siquiera percepciones. Lo que expresan son estados de ánimo y en ocasiones hasta el momentáneo capricho o antojo del que recibe la llamada. Todos sabemos que las cosas funcionan de esa manera y es raro, en consecuencia, que gobiernos, fuerzas políticas y medios de comunicación se tomen tan en serio mediciones como esas. Mediciones que a veces se hacen semanalmente, que es como si un médico interesado en cómo evoluciona la temperatura de su paciente se la tomara no tres veces al día, sino cada 5 minutos.

No digo que las opiniones no importen o que no lo hagan los efímeros estados de ánimo o los súbitos y cambiantes antojos de los consultados, pero bajo la condición de que todos entendamos que se trata de eso y no de otra cosa. En una sociedad abierta hay libertad para medir y difundir lo que se quiera. Por otra parte, las encuestas, como casi todo en nuestros días, se trate de encuestas propiamente tales, es decir, cara a cara, o de meros sondeos de opinión, registros de estados de ánimo o constancia de antojos del momento, constituyen hoy una industria que, como tal, mueve mucho dinero y provee de ingresos y atención pública a quienes se ocupan de ellas.

Muchas de las decisiones que toman los gobiernos lo son bajo la influencia decisiva de lo que señalan las encuestas. Ya no se trata de vacilar entre la ética de la convicción de los gobernantes (sus principios) y la ética de resultados (cálculo de los efectos o consecuencias de las decisiones), sino de rendirse ante las opiniones, estados de ánimo o caprichos de que dan cuenta las así llamadas encuestas.

La popularidad, la aprobación, el aplauso, parecen ser la meta preferente de los gobiernos, no el bien general o colectivo de los países, y nuestros gobiernos, incluido el actual, no escapan a esa lógica de banalidad y oportunismo. En esa lógica es donde radica el peor de los populismos, aquel que pretende dar inmediata satisfacción a lo que una mayoría, por ocasional y efímera que sea, determine como el camino a seguir. Nuestra élite y nuestros políticos, que tanto recelan de razonables modalidades de democracia directa (iniciativa popular de ley, revocación de los mandatos, plebiscitos y referéndums), se fascinan no obstante con las encuestas, sondeos de opinión, registros de estados de ánimo y expresión de caprichos de la población. Tal vez padezcan a nivel colectivo de eso que a escala personal se llama psicopatía necesitada de estimación. Hay psicópatas de ese tipo, obsesivamente preocupados de que los aprueben antes que de hacer en cada caso lo correcto, y es por eso que van por allí llamando continuamente la atención sobre sí mismos.

Algo de lo anterior parece haber en la inesperada, súbita y mal fundamentada decisión gubernamental de no suscribir el pacto migratorio mundial. Eso, pero también el recelo que los sectores políticos de derecha han tenido siempre ante el avance del Derecho Internacional y las limitaciones que este impone a la soberanía de los Estados. ¿Recuerdan ustedes la demora de nuestra derecha para ratificar en el Congreso el tratado que puso en funcionamiento la Corte Penal Internacional y el reiterado y vociferante rechazo de ese sector a los organismos internacionales que intentaron examinar la situación de los derechos humanos en Chile entre 1973 y 1990? En 1978 el régimen de Pinochet, ante la condena de Naciones Unidas por violaciones a los derechos humanos, llegó hasta organizar una improvisada consulta nacional para oponerse a esa condena.

Apuntar a una migración segura y responsable es perfectamente lógico, salvo que se lo utilice ahora como pantalla para sustraerse al mundo globalizado que tanto se ensalza a la hora de hacer negocios, mover dinero y trasladar mercaderías, pero que se rechaza cuando las que se mueven son personas, y ni qué decir personas en situación de pobreza.