Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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30/11/2018

«El asunto reventó en la cara de un gobierno al que nadie podría acusar de enemigo de las FF.AA., y cuya reacción, si bien insuficiente, sobre todo con los altos mandos, no queda más que elogiar».

Lo que tuvimos entre 1973 y 1990 fue una dictadura cívico-militar-empresarial. De eso se trató, objetivamente, y recordarlo ahora no debe ser visto como un intento por fastidiar a los civiles y grandes empresarios que dieron sustento a ese régimen hasta su último día. Todavía más: la preparación del golpe de Estado de 1973 fue obra de esos mismos tres tipos de actores. Los decisivos fueron desde luego los militares, aunque todos recordamos el significativo respaldo que la preparación y ejecución del golpe tuvo de parte de numerosos y muy influyentes sectores civiles, los cuales empezaron a movilizarse contra el gobierno de Allende desde antes de 1973. Una vez que asumió la Junta de Gobierno, muchos civiles y grandes empresarios se pusieron de inmediato a las órdenes del nuevo régimen, lo mismo que la entonces Corte Suprema, y colaboraron directamente con las nuevas autoridades, asumieron puestos clave en la Administración, donaron joyas para la reconstrucción nacional, y se transformaron en propagandistas del régimen dentro y fuera del país.

Eso es lo que quiero decir con la afirmación de que nuestra dictadura tuvo el triple carácter antes indicado. Podrá haber arrepentidos de ella que pertenezcan a alguno de esos tres mundos -cívico, militar o empresarial-, pero eso no hace cambiar las cosas. Los militares no dieron solos el golpe y tampoco gobernaron solos.

Si la dictadura tuvo ese triple carácter, también lo tuvo nuestra transición, hecha por civiles, desde luego, pero en medio de un medroso y prolongado entendimiento con el mundo militar y empresarial, como si las fuerzas políticas que entraron al poder en 1990 hubieran tenido que rendir examen ante esos dos mundos y ofrecerles reiteradas garantías de que nunca más se volverían a comportar como en el período 1970-1973. Transición cívico-militar-empresarial, entonces, y otra vez una afirmación que pretende ser descriptiva de la realidad y no un juicio sobre esta. Algunos de los artífices civiles de nuestra transición podrán decir que no había más alternativa que esa, pero lo que no pueden negar es que el proceso fue conducido de la mano con militares y empresarios o, si no de la mano, mirándoles la cara a unos y otros cada vez que se trató de dar un paso importante en el proceso de transición.

Es de esa manera que acabó instalándose en la clase política, transversalmente, una extraña mezcla de temor y embrujo por las Fuerzas Armadas. En la relación entre aquella y estas fue donde la medida de lo posible fue reducida al mínimo, partiendo por la tolerancia mostrada por sucesivos gobiernos civiles ante la negativa de las Fuerzas Armadas a proporcionar toda la información de que disponían sobre violaciones a los derechos humanos. Quizás si la máxima y más elocuente expresión de esa actitud fue la movilización política cuando Pinochet estuvo detenido en Londres. Otra manifestación de lo mismo ha sido la insólita mimetización de casi todos los ministros de Defensa civiles con las Fuerzas Armadas, transformándose en voceros de estas ante los gobiernos y la ciudadanía en vez de lo contrario. Algunos de esos ministros cuadraron la mandíbula no más llegar a sus despachos, adoptaron paso de marcha y hasta parecían lucir como máxima aspiración ser invitados al Casino de Oficiales.

Es en ese contexto que hay que entender, según creo, la falta de atención de todos los gobiernos de los últimos 28 años por la probidad de la gestión que las Fuerzas Armadas han hecho de los cuantiosos recursos que reciben y por sus antiguos e injustificados beneficios. Nuestros institutos armados se han sabido eximidos de control y exentos del deber de dar cuenta pública de sus acciones y recursos, con los resultados que ahora todos conocemos. Se acostumbraron a eso y fueron también acostumbrados a lo mismo. Ahora el asunto reventó en la cara de un gobierno al que nadie podría acusar de enemigo de las Fuerzas Armadas, y cuya reacción, si bien insuficiente, sobre todo con los altos mandos, no queda más que elogiar.

Ante las cuantiosas y prolongadas defraudaciones de recursos públicos al interior de las Fuerzas Armadas, nuestra clase política, de lado y lado, pone hoy cara de sorpresa y escándalo por hechos que ella misma se encargó de sembrar en el pasado.