Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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28/12/2018

«Las ideas y valoraciones que tenemos del Derecho Internacional y de los organismos y tribunales de ese tipo son muy volubles».

Tanto la política interna como externa de un país viven de episodios, es decir, de incidentes enlazados con otros que forman un conjunto. Por lo común, lo que vemos, y aquello con lo que nos quedamos, son esos incidentes, uno a uno, a medida que se van produciendo, y rara vez podemos apreciar el conjunto.

Las llamadas «leyes cortas», que en Chile se han vuelto costumbre, son un buen ejemplo de ello. No se quiere, no hay tiempo, son demasiados los intereses en juego, hay que satisfacer de manera reactiva y veloz una demanda ciudadana específica: he ahí algunas de las causas que explican la preferencia de gobiernos y parlamentos por leyes cortas, cada vez más cortas, cortitas, para transmitir luego la sensación autocomplaciente del deber cumplido.

Así procedimos también con la Constitución de 1980: en vez de cambiarla se le han hecho más de 200 cambios, si bien algunos de ellos muy menores, y es de esa manera que no pocos llegaron a creer que esto es todo lo que se puede hacer en materia constitucional. Otra vez la «medida de lo posible», si bien nadie nos dice quiénes son los que determinan qué es lo posible en materias constitucionales u otras, aunque sí sabemos que no se trata de los ciudadanos, sino de pequeños grupos de poder y hasta de simples expertos y anónimos asesores.

El fallo de la Corte Internacional de La Haya en nuestro diferendo marítimo con Perú, el posterior fallo sobre la demanda boliviana, la reciente decisión de no suscribir el pacto migratorio de las Naciones Unidas, y lo mismo cuando aquella Corte falle nuestra demanda contra Bolivia por las aguas del Silala, son todos incidentes, incidentes de importancia, desde luego, pero que, vistos en su conjunto y en las reacciones que han producido en la sociedad chilena y su clase política, han mostrado las distintas ideas y valoraciones que se tienen del Derecho Internacional, de las fuentes de este -tales como tratados y jurisprudencia de tribunales internacionales-, y de la relación que ese Derecho guarda con el Derecho interno y la soberanía que reclaman los Estados.

Sin embargo, las ideas y valoraciones que tenemos del Derecho Internacional y de los organismos y tribunales de ese tipo son muy volubles, por no decir oportunistas. Suelen responder a intereses del momento y no a convicciones firmes sobre la materia. Así, por ejemplo, como en el fallo del diferendo con Perú nos fue mal, de inmediato proliferaron las voces de aquellos que, muy transversalmente en nuestro espectro político, levantaron la bandera de abandonar el pacto que nos obliga a responder ante la Corte de La Haya. Ni qué decir cuando con muy mal ojo esperábamos un fallo adverso en el caso de la demanda boliviana, luego del cual ya no se vio ondear aquella bandera con la fuerza de antes. Pasará algo similar con la demanda por el Silala: el tribunal habrá fallado en Derecho si nos da la razón, y entonces aplaudiremos, o habrá resuelto basándose en impredecibles y equivocadas razones de equidad si no nos la da, y entonces lo denostaremos.

Y vean ustedes cómo parte de la izquierda opositora a Pinochet que pedía la intervención en Chile de organismos internacionales de derechos humanos, la niega ahora en los casos de Cuba, Venezuela y Nicaragua, y vean también cómo esa parte de la derecha (casi toda en verdad) que rechazó para Chile tales organismos entre 1973 y 1990, los reclama hoy a gritos para los tres países antes mencionados.
En cuanto al abandono del pacto migratorio mundial, el Gobierno vio el árbol, no el bosque; y donde había un árbol, vio una amenaza.

Un país serio es aquel que dispone de una política internacional coherente, consensuada y estable, y que, manteniéndose dentro de una cierta tradición, consigue identidad, respeto e influencia ante las demás naciones del planeta. Chile ha sido en tal sentido un país serio, aunque para cuidar ese patrimonio debe promover en sus ciudadanos una concepción del Derecho Internacional que vea a este como expresión de un proceso civilizatorio positivo y no como un enemigo al que haya que combatir en nombre de la soberanía nacional (o de las encuestas, o de los cambios de humor presidencial, o de la supremacía del subsecretario Ubilla sobre el ministro Ampuero).