Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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8/02/2019

«El arte, junto con expresar a su creador, es fuente de consolación privada para las audiencias y para los lectores».

Descubrí tarde a Leonard Cohen. Él era ya viejo, y yo también. Fue en una de esas benditas plataformas que nos ofrecen películas, series y videos que de otro modo no veríamos. Así fue como descubrí al notable compositor y cantante canadiense. Y lo descubrí no cantando, sino dando un discurso, aquel que pronunció al recibir el Premio Príncipe de Asturias.

Me gustó mucho Cohen esa vez, pero me gustó aún más cuando empecé a escuchar su música y esas largas y sentidas canciones cuya letra él musitaba frente a un micrófono con voz melodiosa y suave mientras fue joven, y con otra, profunda y algo cascada, cuando llegó a viejo y decidió no bajar del escenario. Canciones tan inolvidables como aquellas que dedicó a las dos mujeres más importantes de su vida: «Suzanne» y «So long Marianne». El hombre se hacía acompañar por un coro de dos o tres voces femeninas, siempre muy bellas, y uno puede imaginar los avances que debe haber hecho Cohen en camarines. Nadie está por el acoso sexual, y menos con subordinadas, pero el viejo Cohen se acercaba a veces a las jóvenes del coro, en plena actuación, y ponía dulcemente sus manos sobre los hombros de las bellas intérpretes, un gesto de ternura, de simple e indispensable ternura, que nada tenía que ver con el acoso y ni siquiera con la insinuación. Era solo parte del espectáculo.

Una canción de Cohen acompaña hoy el inicio de cada capítulo de la espléndida serie «Black Earth Rising».
En su discurso con motivo del Premio Príncipe de Asturias, Cohen relató la influencia recibida del flamenco -ese dolor que suena como alegría (¿o es al revés?)-, en particular de un joven guitarrista español al que conoció casualmente en un parque de Montreal cuando Cohen recién empezaba su carrera. Fue ese desconocido el que le enseñó los seis acordes que serían luego la base de toda su música. Cohen alcanzó a recibir solo tres lecciones de su casual y joven maestro. La cuarta vez no apareció, y Leonard llamó a la pensión en que se hospedaba para saber de él. La respuesta fue que se había suicidado.

La mayoría de los cantantes tienen un himno propio. El de Sinatra fue «My way», el de Elvis «Are you lonesome tonight?», el de Los Beatles «It’s a hard day’s night». Pues bien, el de Cohen es ese magnífico valsecito «Dance me to the end of love», una composición que parece ingenua y que no lo es. No lo es ni siquiera cuando en un video la acompañan con imágenes de parejas matrimoniales, primero fotografiadas cuando eran jóvenes y luego 60 años más tarde. Parejas que, como se dice, han hecho la vida juntos. La vida, no una vida. Parejas que llegan al final del amor no por perderlo, sino por conservarlo.
El gran Leonard Cohen ensayó también la escritura de libros que volvieron a circular luego de su muerte en 2016. Otra faceta del autor, otro lado por el cual entrarle, aunque tal vez se trate de un solo lado, siempre el mismo, ese que muestra que el arte, junto con expresar a su creador, es fuente de consolación privada para las audiencias y los lectores.

Ya mayor, Cohen subía al escenario vestido de terno y luciendo un sombrero de poca ala. Se diría un sombrerito. Se lo echaba un poco hacia adelante, sobre las cejas, y empezaba a cantar (hablar) sus canciones, con una simpatía que había dentro suyo mucho antes de manifestarse en su inconfundible voz y en su elegante gestualidad. Sabía tan bien cantar como sonreír, y era fácil advertir en su mirada la chispa de la picardía, la picardía de la vitalidad y no la de la astucia, el engaño o el disimulo. Cohen, que se mantuvo siempre dentro de los límites de la dignidad y la belleza, solía acercar su guitarra a las narices para aspirar la fragancia del cedro.

En el discurso antes mencionado, Cohen habló con una voz que, según se notaba, había utilizado durante largo tiempo, y dijo que nadie sabe de dónde vienen las buenas canciones. «Si lo supiera -agregó-, visitaría más a menudo ese lugar».