Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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22/02/2019

«El uso del automóvil se ha vuelto adictivo, una auténtica dependencia. Todos quieren tener uno y subirse a él en todo momento».

Nunca aprendí a conducir automóviles. Nunca. Lo intenté -y eso hace muchísimos años-, pero fracasé en el intento. Tuve una sola lección y no pasé la prueba. Coordinar la presión sobre el embrague con la caja de cambios resultó superior a mis fuerzas. No lo conseguí jamás. El automóvil se detenía bruscamente, y ambos, instructor y alumno en práctica, íbamos a dar con nuestras narices en el parabrisas. Además, estar sentado al volante me produjo mareo. Bajé del coche luego de esa primera lección y me sentí completamente mareado. De manera que acepté que manejar no era para mí y que tendría que continuar formando parte del colectivo de peatones y de quienes van en transporte público, aunque lo peor fue la sentencia de mi madre: «Usted, mijito, nunca ha tenido coordinación de sus extremidades», decretó, y no pude evitar sentirme como un discapacitado.

Hoy agradezco ese traspié, porque veo que los automovilistas lo pasan muy mal. Mal sobre todo con los demás. Se muestran muy comprensivos con sus propias faltas y extremadamente irascibles con aquellas en las que incurren quienes conducen próximos a ellos. Otra vez el doble estándar, pero esta vez no aplicado a la política. Nunca he sido testigo de que un conductor reconozca que ha incurrido en alguna falta o distracción. Nunca. Siempre tienen una excusa que argumentar con absoluta convicción. Las faltas son siempre de los otros, a quienes dirigen toda clase de improperios y hasta gestos obscenos. Usan la bocina como si las rutas les pertenecieran solo a ellos, y lo que está prohibido para los demás -hablar por teléfono al volante-, para ellos es un derecho. Se comportan de forma altanera con los peatones, y ni qué decir con los ciclistas, mientras estos últimos, sus víctimas, se transforman en verdugos de quienes caminamos pacíficamente por las veredas. Muchos ciclistas han adoptado la costumbre de circular con audífonos, de manera que el peatón que estuvo a punto de ser pasado a llevar no tiene siquiera la satisfacción de decirles para su abuela.

El uso del automóvil se ha vuelto adictivo, una auténtica dependencia. Todos quieren tener uno (y mientras más grande, mejor) y, peor aún, todos quieren subirse a él en todo momento y salir pegando al menor estímulo, y cuando el estímulo no existe, se lo inventan. La cosa es subirse al auto y entrar al primer taco que encuentren, esperando en los peajes a que aparezca un periodista para bajar la ventanilla y quejarse del tráfico.

Santiago no es la ciudad de los tacos. Lo son todas las ciudades de Chile. Todas, hasta la más ínfima de las localidades rurales, también saturada de vehículos. Hasta las ciudades más pequeñas replican a escala a nuestra gran urbe, con sus interminables filas de automóviles, buses, colectivos, tolvas, camiones. No existen ya las horas peak, porque todas lo son. Usted entra a la Costanera Norte y no necesita leer el cartel que está allí iluminado. Es siempre el mismo, y dice «Tránsito lento». En cuanto a las carreteras, siempre en obras, tienen más conos que vehículos que circulen por ellas. La 68 es maestra en eso: kilómetros y kilómetros de conos que angostan la calzada, y luego, cuando acaban los conos, carabineros ocultos que controlan la velocidad en aquellos puntos en que los conductores tratan de recuperar el tiempo perdido.

Debe ser por el caos urbano, por la irresistible atracción que produce el automóvil, y porque los que se bajan de este no lo hacen para caminar por la ciudad, sino para subirse a una moto, a una bicicleta, o a uno de esos monopatines que arriendan algunos municipios (ahora los llaman scooters), que presté atención a la nota de este diario acerca del túnel de Musk, una posible solución para el tráfico abrumador. Una solución que no consiste en dejar el automóvil -que sería lo más simple y sensato-, sino en meter a los automovilistas bajo tierra y llevarlos de un lugar a otro a grandes velocidades. Esa es la propuesta de Mr. Musk, un millonario del sur de California: no humanizar a los automovilistas, sino transformarlos en topos, aunque el destino de estos será otro: en poco tiempo más los automóviles se conducirán solos.