Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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19/04/2019

«Lo criticable es que culpe a la década de los 60 por las conductas indebidas de algunos clérigos y que, de pasadita, responsabilice también al Concilio Vaticano II».

Además de su inteligencia y cultura, lo que siempre me impresionó de Benedicto XVI fue la reiteración constante de su discurso contra el socialismo, el liberalismo, el hedonismo y el relativismo. Esos eran para él, y siguen siéndolo, los enemigos del bien político y moral de las sociedades contemporáneas, y, por tanto, los adversarios más calificados y peligrosos de su iglesia. El mal estaba fuera de esta y había entonces que hacerle frente. Sin embargo, y tal como ha quedado demostrado, el mal no estaba fuera de la Iglesia, sino dentro de ella, corrompiendo lentamente, pero a vista y paciencia de su jerarquía, a sacerdotes y obispos que estaban muy lejos de la altura que alcanzaban sus prédicas.

Conscientes de lo anterior, algunos pensadores católicos echan ahora mano de la figura de Satanás y afirman que este habría metido la cola en su iglesia, dicho coloquialmente, desde luego; o sea, que todas las faltas y delitos ocurridos al interior de ella se deben a la intervención del demonio. Lo que esos pensadores olvidan es que su iglesia, lo mismo que cualquier otra organización humana, o sea, formada por individuos de nuestra especie, nunca puede llegar a ser modelo de santidad. La debilidad y negaciones de Pedro debieran alertar a esos pensadores de que no hace falta el diablo para que las personas actúen de manera incorrecta. Solo el talante presuntuoso de algunos líderes eclesiásticos puede explicar que se hayan sentido inmunes a lo que todo ser humano es vulnerable y que ahora tengan que echar mano de una figura sobrenatural —Lucifer— como el causante de sus males.

Pero Ratzinger no culpa al demonio, sino a mayo del 68, lo cual es también algo sorprendente, aunque se trata, otra vez, de un fenómeno situado fuera de la Iglesia, como si esta estuviera siempre asediada por fuerzas externas que quieren acabar con ella y nunca amenazada internamente por decisiones incorrectas de sus jerarcas. Y utilizo dicha palabra no despectivamente, sino para diferenciar a la cúpula de la Iglesia de la base social de esta, hoy afligida, desengañada, perpleja, y con pocas ganas de sumarse a las liturgias a que hasta hace poco concurría en masa. No se necesita ser católico para advertir y comprender ese dolor.

Quienes hemos alcanzado ya cierta edad recordamos lo que pasó en apenas dos meses de 1968 (mayo y junio), y que partió como una revuelta estudiantil en Nanterre y París contra el régimen del Presidente De Gaulle y, más ampliamente, contra el sistema capitalista. Sabemos también que los resultados políticos del movimiento fueron casi nulos, aunque no los efectos de tipo cultural, especialmente en lo que se refiere a la sexualidad y a transformaciones que necesitaban las universidades del mundo. Pero nadie puede creer que los adalides de la liberación sexual de hace medio siglo hayan tenido en la mira la conducta sexual de los sacerdotes. Sí, es cierto, uno de los lemas de mayo del 68 fue “Lo sagrado: ahí está el enemigo”, y entonces tal vez Ratzinger tenga razón, aunque la palabra “sagrado” no aludía a lo divino, o no solo, sino a toda institución que se presentara a sí misma como digna de veneración y respeto.
Cualquiera entiende que Ratzinger tuviera que decir algo. Él mismo lo reconoce, al inicio de su documento, puesto que ocupó la más alta posición de la Iglesia en una época en que la crisis estaba ya presente, aunque oculta. Lo criticable, sin embargo, es que culpe a la década de los 60 por las conductas indebidas de algunos clérigos y que, de pasadita, responsabilice también al Concilio Vaticano II, que él contribuyó a preparar, pero de cuyas conclusiones, lo mismo que de la sexualidad humana, el expontífice terminó asustándose. Raro resulta también que sostenga que el martirio, no la caridad, sea “la categoría básica de la existencia cristiana”. ¿Qué pensarán de eso las demás iglesias cristianas? Más raro aún es que, al referirse a la “disolución moral de la enseñanza de la Iglesia” y a cómo ella incitó malas prácticas en sus integrantes, afirme que de ello “la Santa Sede sabía sin estar informada precisamente”.