Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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20/09/2019

«Si usted no estuviera disfrutando a concho estos días, será muy mal visto».

Transformada la alegría en un imperativo (“¡Alegría, alegría!”, exigimos cuando alguien vuelca algo sobre la mesa y deja la tendalada, mientras en los cementerios el luto ha sido reemplazado por el blanco de los globos que se lanzan en señal de celebración), y presentada también como un deber la mismísima felicidad, esta ha dado lugar a una extendida industria. E industria no porque haga felices a muchas personas, sino porque una creciente cantidad de profesionales, inversionistas, marcas y organizaciones están viviendo de la felicidad; o sea, haciendo mucho dinero con ella, y ya sea porque la vendan (autoayuda), la prometan (técnicas corporales, bebidas de fantasía), la midan (psicología, sociología) o la institucionalicen (ministerios de la Felicidad).

Nada como para sorprenderse en tiempos en que nos hemos convencido de que de un derecho a buscar la felicidad hemos pasado a uno de tenerla y a transformarla incluso —vaya paradoja— en el principal deber de toda existencia humana. Derecho a ser felices, y también obligación de serlo, como si una vida que no alcanza la felicidad careciera de todo sentido y valor. Un individuo medianamente feliz, y ni qué decir uno poco o nada feliz, pasa a ser un tipo menesteroso, incompleto, pobre de espíritu, infausto, y debe correr donde el psicólogo para que lo ilumine sobre los aspectos positivos de su vida que en su ingratitud él no es capaz de ver.

Si usted no estuviera disfrutando a concho estos días de celebraciones, será muy mal visto.

Esa tendencia a considerar el déficit de felicidad como un oprobio, como un empobrecimiento que experimentamos ante los demás, es la que explica que las encuestas sobre felicidad sean más engañosas de lo que ellas y sondeos de opinión son por naturaleza. ¿Quién va a sentirse libre frente a un anónimo encuestador a la hora de admitir que es infeliz, poco feliz o medianamente feliz? No, señor. En las encuestas (que por lo general no pasan de ser sondeos de opinión o meras indagaciones del estado del ánimo de las 200 o 300 personas que contestan el teléfono al así llamado “encuestador”), todos se declaran felices, e incluso muy felices, porque cualquier otra respuesta desmejoraría la imagen que desean proyectar. Tanto es así que esa gran mayoría de felices no demoran un segundo en responder negativamente a la pregunta acerca de si creen que las demás personas son felices. “No lo son”, responden, y es de esa manera que ostentan su superioridad, con este otro alcance: pregunte usted a alguien que se ha declarado feliz cómo anda en los asuntos que suelen ser fuente de felicidad, tales como familia, amistades, trabajo, entretenciones, dinero, condiciones de existencia, y verá usted cómo empiezan los lamentos. “Acabo de separarme”, dice ahora el sujeto que acaba de declararse muy feliz. “No veo a mis hijos”, “he perdido el empleo y a muchos amigos”, “vivo estresado”, “no gano lo suficiente”, “no veo arreglo para mi situación”, puede continuar luego. Pero sigue declarándose feliz o muy feliz.

Es de esa manera que la palabra “felicidad” ha corrido la suerte de tantas: se ha banalizado, con gran colaboración de los libritos que la prometen en seis o siete pasos o tres o cuatro ejercicios, de psicólogos aficionados que invitan a saludar al sol todas las mañanas, y de esos gurúes de matinales de televisión que se plantan una bufanda andina sobre los hombros para acreditar la sabiduría ancestral que presumen tener. Ni qué decir de la colaboración a la distorsión de esa palabra que hacen los publicistas. Un simple yogur, un dentífrico, un champú, otro lollapalooza, una tienda de ropa, la marca de un automóvil: no busques más. Allí es donde se encuentra la felicidad, esa que unos filósofos ociosos vienen buscando hace milenios, infructuosamente, en otro tipo de satisfacciones.

Para divertirse —un propósito irrenunciable, pero mucho más modesto—, quizás habría que renunciar a la felicidad, e incluso a la alegría, salvo cuando esta última nos cae por casualidad. La grandilocuente felicidad y la estridente alegría deberían dar paso a ese objetivo más sobrio que consiste simplemente en divertirse, en recrearse todas las veces al día que se pueda con el simple hecho de estar vivos.