Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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18/10/2019

«¡Celebremos que esté aún libre de esa indolencia y falta de vergüenza que a veces presentamos como ‘racionalidad’!».

Recuerdo que buena parte de la élite política, económica e intelectual chilena se mostró incrédula, y hasta burlona, cuando en 2006 fue exhibido el documental en que Al Gore, excandidato a la Presidencia de los Estados Unidos, se explayó sobre el calentamiento global como una de las peores crisis planetarias que estábamos ya viviendo en ese momento. El relato del político norteamericano fue considerado como una de esas falsas alarmas que de pronto hacen sonar políticos progresistas, acusándolo de imponer un discurso apocalíptico y de izquierda. Han pasado casi 15 años desde entonces y esa misma élite, de lado y lado del espectro político, admite ahora que Gore no estaba equivocado. Ese fue el tiempo que nos llevó aceptar el hecho de la fatal incidencia que la emisión de gases tiene en el calentamiento global y este en el cambio climático.

Emisiones de gases, calentamiento global, cambio climático: esa es la cadena causal que vinimos finalmente a comprender. Más vale tarde que nunca, aunque no todos los que han aprendido la lección son realmente sinceros a la hora de reconocerla y presumen estar ahora en el carro de los ecologistas. Otros, con responsabilidades de gobierno y que han hecho poco o nada desde el poder, van por ahí exhibiéndose como los líderes de la reacción contra los fenómenos antes señalados. Otros no pueden soportar que haya sido una joven adolescente sueca en edad escolar la que haya conseguido dar una inusual visibilidad al problema, y tratan de desprestigiarla aludiendo a su condición de menor, de niña, de asperger, sacando a relucir ese cinismo posmoderno que niega los problemas del mundo o que, de manera perezosa, interesada o complaciente, repite la desafortunada frase de Margaret Thatcher: “No hay alternativa”. O sea, no hay nada que hacer: el actual sistema de gobierno mundial y el sistema económico imperante son ya lo mejor a que la humanidad podía aspirar, de manera que lo que nos queda es asistir al fin de la historia y no hacerse más problemas ni buscar sistemas mejores que los actuales y ni siquiera correcciones a estos.

Greta —nos dicen— es otra extremista más, otra fanática, una pobre muchacha enojada no experta en el tema, con el pecado adicional de vivir en un país desarrollado. No soportan que ella les haya dicho en Nueva York “¡Cómo se atreven!”, y eso tanto a los líderes mundiales como a todos aquellos que presentan la degradación del planeta como un precio que les parecía justo pagar (no por ellos, sino por todos) si se lo compara con los beneficios que países y empresarios obtienen de un sistema económico que ha despreciado la variable medioambiental, acotando esta a grupos estigmatizados como minoritarios, fundamentalistas y exaltados (“lomos de toro del desarrollo”, los acusaban), mientras proliferaban las escandalosamente llamadas “zonas de sacrificio”.

Sean o no sinceros, arrastren o no culpas, o practiquen hoy un cinismo paternalista ante Greta Thunberg, lo cierto es que todos esos grupos, y desde luego aquellos que apoyan a la activista, tendrían que agradecer que esta haya conseguido tal eficacia en lo que políticos, científicos, periodistas e intelectuales no la habíamos tenido: la conciencia de que las emisiones son causa muy relevante del calentamiento global y de que este lo es a su vez del cambio climático. Porque sin conciencia suficiente de un problema no puede haber deliberación sobre él ni menos acciones para superarlo. ¿Que ella exagera, que omite matices, que es catastrofista, que se desborda emocionalmente? ¡Tiene 16 años, señores, y celebremos que esté aún libre de esa indolencia y falta de vergüenza que a veces presentamos como “racionalidad”!

Es verdad que la responsabilidad es de todos y que todos podemos hacer algo para disminuir las emisiones, aunque sin aceptar que políticos y grandes industriales nos digan que basta con que nos duchemos más corto, reciclemos nuestros desechos y comamos menos carne. No, con eso no basta. No basta en absoluto. La más significativa reducción de las emisiones depende de acciones de los gobiernos e industrias públicas y privadas, y lo que harán es tratar de embolinarnos la perdiz sugiriendo que la responsabilidad principal no es de ellos, sino de cada ciudadano en particular.