Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
Top
15/11/2019

«El repudio a la violencia podría transformarse en rechazo a las marchas y manifestaciones».

El diagnóstico complaciente que prevalecía fue aquel que negaba la existencia de un malestar social o lo atribuía al hecho de que se habían alcanzado tales niveles de satisfacción que lo que nos perturbaba como sociedad era solo la tardanza en conseguir más. Una crisis de expectativas, se nos decía, y solo porque habíamos logrado bajar significativamente la pobreza, y no crisis de carencias, como ahora se ha visto, que se relacionan con el acceso a bienes indispensables para llevar una existencia digna, tales como atención sanitaria, educación, vivienda y previsión. Pues bien, el malestar existía, se relacionaba más con carencias básicas que con una frustración de expectativas, y acabó expresándose con el elocuente rostro de la indignación y hasta con el siempre condenable de la violencia.

Un malestar y una indignación que crecieron en el caldo de cultivo del peor enemigo de la democracia —la corrupción—, que mostró su fea cara durante largo tiempo en la actividad política, en el mundo de los negocios, en el fútbol profesional, en dos ramas de las Fuerzas Armadas, y hasta en las principales iglesias del país. ¿Cuánto podía tolerar la sociedad chilena todas esas toxinas juntas sin enfermar y reaccionar moralmente de una manera brusca y desapacible? Hay quienes afirman que hoy el principal enemigo de la democracia es el populismo, no la corrupción, aunque omiten decir que aquel suele ser producto de esta. ¿Acaso Bolsonaro fue elegido por ser populista o debido a la honda y prolongada corrupción del partido político brasileño que llevaba largo tiempo en el poder?

¿Malestar también con la Constitución? No directamente, porque la gente es sensata y prioriza las necesidades que tienen que ver con ingresos, salud, educación, seguridad y previsión, aunque ahora se ha dado cuenta de que soluciones legislativas y políticas públicas para tales problemas dependen de poderes que la Constitución organiza y que es a esta a la que corresponde declarar y garantizar los derechos fundamentales de tipo social que tienen que ver con aquellas necesidades.

Así como barrimos bajo la alfombra muchos asuntos de tipo económico y social, también lo hicimos con el debate constitucional, sepultando el que había iniciado el gobierno anterior, y cuando son muchas las cosas que se ocultan bajo la alfombra, el riesgo es que tropecemos con ella, perdamos el equilibrio y nos vayamos de bruces. Hemos tropezado con la alfombra y perdido el equilibrio, sin todavía caernos del todo, y de lo que se trata en este momento es de recuperar el equilibrio y evitar terminar en el suelo.

Pero hoy tenemos un segundo malestar, también transformado en indignación, que es el que producen los actos de vandalismo y saqueo que vienen ocurriendo día tras día y sin que nuestras policías se hayan mostrado eficaces en su control. Sufrir esos actos, y hasta el simple hecho de observarlos por televisión durante varias semanas, ha producido en todos, comprensiblemente, una mezcla de estupor, agobio, rechazo y temor, incluidos quienes respaldan en la calle las nuevas demandas políticas y sociales, puesto que no consiguen relacionarlos con estas, sino con instintos primarios que anidan en el cerebro humano. Si usted quiere desprestigiar una buena y justa causa social no hay nada más eficaz que valerse de la violencia o tolerar esta como si se tratara de la infalible partera de la historia. Por tanto, el repudio a la violencia podría transformarse en rechazo a las marchas y manifestaciones. Sin ser ellas las responsables de la violencia, han empezado a pagar el costo de esta última, injustamente por cierto, aunque en algún momento hay que pasar de marchar a tomar asiento, del grito a la conversación, y del justo clamor a la fecunda reflexión.

Desconocer este segundo malestar puede resultar tan perjudicial como haberlo hecho con el primero.
Si el término de la conversación es el fin del pensamiento, también lo es de la política e incluso del futuro. Sin una conversación colaborativa no hay pensamiento, no hay política, y tampoco existe futuro. Pero en medio de una crisis con visos ya de colapso la conversación no puede eternizarse.