Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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24/01/2020

«Hacer política desde el temor es todo lo contrario de lo que se necesita hoy».

El país, que hasta hace tres meses navegaba con mar calma, no fue consciente, en la mayor parte de sus élites políticas, económicas e intelectuales, de que bajo la superficie se venían agitando unas fuerzas que iban a cambiar el estado del mar, la marcha de la nave y el ánimo de los pasajeros. Súbitamente, el país empezó a navegar con mar gruesa, muy gruesa, y enormes olas comenzaron a azotar la nave por sus costados. La hasta entonces complacencia de muchos de los pasajeros, incluida la tripulación y hasta el capitán de la nave, mutó en perplejidad ante el cambio de condiciones, y no faltaron quienes creyeron que lo brusco, agudo y prolongado del cambio era cosa de otro mundo, o de otro país, como si una mano negra hubiera de pronto agitado las aguas bajo el casco de la embarcación que antes se desplazaba con aparente tranquilidad y ofreciéndose incluso como ejemplo para navíos próximos que se veían todos en problemas.

No supimos ver, o no quisimos ver, o vimos y nos hicimos los desentendidos, y cuando alguno de los pasajeros advirtió acerca de que las corrientes submarinas no tardarían en agitarse, fue objeto de escarnio o de acusaciones de tener algún interés ideológico en que nuestra embarcación empezara a tener problemas en su travesía. “Los problemas de Chile son solo de expectativas” —declaraban—, problemas de gula, no de hambre, puesto que todo se reducía a la inquietud de sectores medios que veían dificultado su ascenso económico y social, desconociendo que, además de eso, los problemas eran también de carencias, o sea, de hambre, no de gula, de una prolongada falta de acceso de muchos compatriotas a bienes básicos de atención sanitaria oportuna y de calidad, educación pública, vivienda digna y pensiones justas, todo ello complicado, como si fuera poco, por una seguidilla de graves, prolongados y cuantiosos casos de corrupción entre los poderosos de la política, de los negocios, de dos ramas de las fuerzas armadas, de las iglesias, y hasta del fútbol.

Tales fueron las tres fuerzas principales que se agitaron en el fondo del océano, abriendo finalmente los ojos a quienes no tenían problemas de ascenso social ni de acceso a bienes básicos, y que en cuanto a la corrupción habían carecido de otra respuesta que la muy ramplona de que otros barcos de nuestra misma zona de navegación atravesaban en tal sentido por dificultades mucho mayores. Anestesiados también por indicadores macroeconómicos auspiciosos, dejamos de acercarnos a los camarotes y a las bodegas en que viajaba la mayoría de las familias, para constatar en terreno cómo estaban viviendo o sobreviviendo realmente.

La nave no va a hundirse, pero está en graves problemas y en algún momento pudo hasta zozobrar. Empezaron las discusiones, las acusaciones, las descalificaciones, y asomó también el feo rostro de la violencia, por un lado, y el no menos feo del uso de la fuerza pública desmedida, por el otro, mientras la mayoría demoraba en condenar parejamente tanto aquella como esta, tomando partido por la violencia de algunos manifestantes o por la fuerza de la policía.

No es ético emplear la violencia con objetivos políticos, al menos allí donde exista una democracia, y tampoco lo es apoyarla o no rechazarla claramente. No es ético, asimismo, usar o pretextar la violencia (y en algún sentido hasta desearla) para oponerse al cambio constitucional en marcha. Tres faltas éticas de distinta gravedad, por cierto, pero que tienen algo en común: ni quienes emplean la violencia en las calles, ni quienes la apoyan desde sus casas, ni quienes la pretextan desde sus trincheras políticas quieren una nueva Constitución, y estos últimos, o sea, aquellos que hoy la utilizan como pretexto para atemorizar acerca del proceso constituyente, podrían acabar poniendo los laureles de la victoria en la cabeza de quienes con su violencia en las calles se oponen a mucho más que a una nueva Constitución: se oponen a las instituciones democráticas que el país necesita con urgencia para mejorar su democracia y no para destruirla.

Hacer política desde el temor, desde el ya majadero anuncio del fin de los tiempos, es todo lo contrario de lo que se necesita hoy: una política oportuna, inteligente, imaginativa y generosa.