Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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20/03/2020

«Podríamos aprovechar esta reclusión y silencio forzados para ejercitarnos en la práctica de examinarnos y conocernos mejor».

Algo mañoso con las palabras, “arista” es una de las que más me incomodan, atendida la pandemia que ha hecho el último tiempo en los medios. Usada y abusada por periodistas y locutores de noticias, aunque no en su significado habitual —pajilla, filamento—, sino para aludir a los distintos aspectos, variables o dimensiones que presenta un determinado asunto. Así, por ejemplo, la crisis sanitaria por la que estamos pasando tiene varias “aristas”, o sea, diferentes aspectos que considerar, distintas entradas a un asunto de suyo grave y complejo.

Aislamiento social se nos pide, sobre todo a los mayores, y eso a nadie le gusta. Vivimos en sociedad, en relaciones permanentes con otros, y lo que se nos exige es que prescindamos de ellas en la mayor medida posible. En nombre del amor, la amistad, la familia, el consumo, el trabajo o la simple conversación, buscamos a otros y agradecemos su proximidad o su compañía. Sin embargo, encontrarnos ahora privados de una y otra favorecerá la introspección y la escucha de nuestras propias voces interiores, casi siempre interferidas y hasta sofocadas por el ruido que prevalece en todos los espacios, desde ciudades a cafés, desde fiestas masivas a simples encuentros familiares, desde el transporte público al que se escucha a todo volumen dentro de vehículos particulares. Podríamos aprovechar esta reclusión y silencio forzados para quedarnos algunas semanas en casa solos con nosotros mismos y ejercitarnos en la práctica de examinarnos y conocernos mejor y, de paso, conocer un poco más a quienes viven a nuestro lado, y, claro está, echar de menos a las personas que nos faltará ver y cuyos bonos van a subir durante el tiempo que estemos privados de su presencia física y del goce de sus atributos.

Ver cine, escuchar música, leer: he ahí otras posibles ventajas del aislamiento. El arte como acompañamiento, consolación, e incluso terapia, facilitado en este momento, al menos en los casos del cine y la música, por las benditas plataformas que los ponen a nuestro alcance con un par de pulsaciones a las teclas de los aparatos de control de los televisores. ¿Datos? Hay un par de muy entretenidas series españolas dando vueltas por ahí y también una de nacionalidad islandesa que no está nada de mal. Buscar comedias, por cierto, que es lo mejor, pero ya sabemos que se trata de un género fílmico en extinción, salvo que se tengan por tales las series y películas que muestran a algún tipo bobo haciendo morisquetas y payasadas.

En cuanto a lecturas, nada mejor que las novelas, en lo posible extensas; por ejemplo, “La escuela católica”, de Edoardo Albinati, que tiene 1.280 páginas. Para leerla se necesita un atril, pero se trata de una obra espléndida, inusual, sorprendente, que combina de manera muy libre y lograda géneros como la novela clásica, el thriller, el ensayo, la autobiografía, la historia de época, el análisis político, el dato sociológico, la observación psicológica, y quién sabe cuánto más, como si la historia que cuenta precisara de todo eso para hacerla entendible por el lector. Distintos, pero igualmente notables, son los cuentos de Julio Ramón Ribeyro que acaban de aparecer como “La palabra del mudo”. Buenas historias y en el mejor castellano. Casi todos están buscando “La peste”, de Albert Camus, pero háganlo igual con “El hombre rebelde”, del mismo autor. Y si de pestes se trata, vayan también por la que aparece en “Dios nos odia a todos”, de Patricio Jara, una breve y muy buena novela. Si llegáramos a una fase de cuarentena total, salir en busca de libros tendría que ser considerado tan imprescindible como hacerlo para ir a la farmacia.

This too will pass, suelen decir los ingleses ante dificultades menores y calamidades mayores. “Resistiré”, cantan los españoles en sus balcones. Pues bien, esto también pasará, aunque obligará a postergar el plebiscito de abril, toda una oportunidad para informarnos mejor de lo que habíamos hecho hasta ahora y poner atención a algo más que a nuestros prejuicios y temores. La red permite escuchar a quienes piensan distinto y abandonar así, aunque sea por un rato, la cueva en que vivimos encerrados con los de nuestra misma tribu.